domingo, 21 de junio de 2009

Viaje a la Puna - Segunda parte

Tal como prometiera en la entrada "Viaje a la Puna", aquí va la segunda parte. A mi entender no está tan bien lograda como la primera, o está peor lograda, que no es lo mismo pero se le parece.

En ella se continúa con el recurso de atribuir extrañas experiencias a imprecisas influencias tóxicas de las que estaría (según fuentes habitualmente bien informadas) impregnado el ambiente.

Es claro que el expediente no da para más por lo que utilizarlo una tercera vez sería un exceso. Aunque, reflexionando brevemente, nos damos cuenta que muchas veces el éxito viene de la mano de la repetición de fórmulas, sean estas de elaboración propia o ajena. Tanto faz.

Segunda y última parte:

"Esa noche comió charqui, algo a lo que sus dientes no estaban muy acostumbrado. Le parecía estar comiendo cuero. Lo matizó con bastante chocolate que ya no tendría que racionar ya que su estancia en el lugar se había acortado. Decidió que, si retornaba, el viaje iba a estar incompleto, por lo que decidió continuar hacia Chile y después, si mantenía el propósito, a Perú, hasta Iquitos para emprender el Camel Trophy, la navegación en algún barquichuelo hasta Manaus, la tierra de los seringueiros y de la chatarra importada de Taiwan y Miami.

Manaus es una ciudad que carece absolutamente de interés para cualquier habitante promedio (si es que tal sujeto existe) de la ciudad de Buenos Aires. Probablemente, la mayoría de los habitantes de dicha ciudad desconozca por completo la existencia de esa ciudad y mucho menos su ubicación geográfica. Probablemente también, carezca de interés para la mayoría de los habitantes de este planeta. Sin embargo, se encuentra en el centro del estado de Amazonas, el que pasa por ser el pulmón del mundo, lo que le daría a esta ciudad la categoría de corazón o bazo del planeta, siguiendo esta analogía anatómica.

Manaus, en el siglo pasado, no pasaba de ser una villa de más de tres mil habitantes. Gracias al descubrimiento de grandes plantaciones naturales de seringueira o árbol del caucho (Hevea brasiliensis), y su aplicación para fabricar ruedas de bicicleta y posteriormente de automóviles (gracias al proceso de vulcanización, es decir, aplicación de vulcano, azufre), a fines del siglo pasado y principios del actual conoce una gran prosperidad que, con toda lógica, atrae a gran cantidad de buscas y familias enteras de trabajadores y gente anónima. Muchos de los buscas se enriquecieron, las familias de trabajadores y gente anónima, no. Esto duró un tiempo, hasta que surgieron lugares de plantación alternativos en otras áreas geográficas, en el sudeste de Asia. Esto derrumbó la economía local y lo que era lujo y joda corrida se transformó en una patética decadencia que ahuyentó tanto a los buscas como a las familias de trabajadores y gente anónima. El corazón, en medio de los pulmones, quedó al borde del infarto. Así permaneció vegetando, en concordancia con su entorno, por varias décadas, hasta que la dictadura instalada en el poder en la década del sesenta, seguramente motivada por intenso adoctrinamiento sobre cuestiones geopolíticas durante los años de párvulo en los colegios militares, impulsó un plan de reactivación mediante la creación de zonas francas, llenas de incentivos fiscales y otros privilegios que, como siempre pasa, nuevamente atrajo a gran cantidad de buscas y familias de trabajadores y gente anónima. Muchos de los buscas se enriquecieron, la gente clasificada en otras categorías, no.

A mediados del siglo pasado, cuando estaba vedada la navegación a banderas extranjeras o, mejor dicho, a barcos que las portaban y que codiciaban intensamente ese tránsito estimuladas como estaban por las diversas riquezas naturales de la zona, el barón de Mauá obtuvo el privilegio de instalar una línea fluvial que lo dotó de una riqueza mayor de la que ya tenía. En aquellos entonces Brasil era un imperio y los barones, título nobiliario preferido en la corte, tenían tantos beneficios que no les alcanzaban las manos para mantenerlos. Pero se las arreglaban. Después, cuando el imperio se transformó en república, los meridianos del privilegio cambiaron, pero no mucho.

¿Qué interés puede tener un periplo por un lugar tan exótico?

Es posible que, si uno es afortunado u oportuno, se pueda asistir a un nuevo desbande. Hoy en día Manaus cuenta con más de un millón y medio de habitantes, es una ciudad bastante grande. Debe ser interesante poder observar el espectáculo postmoderno de una ciudad fantasma de semejantes dimensiones. Después de todo la tendencia de la economía global es que desaparezcan estas zonas francas, los parques industriales incentivados y otros mecanismos similares. Lo único que podría salvar a esta ciudad en el mediano plazo es la transformación de la zona en una gran planicie dedicada al cultivo de la soja o a la cría de cebúes, con lo cual se produciría una gran mortandad de ecologistas, en diversas partes del mundo, agredidos por súbitos infartos y picos de presión que harían estallar diversas arterias cerebrales.

Se puede afirmar, con los ojos cerrados, que en Manaus, al igual que en cualquier otra ciudad, villa, poblado o aldea de Brasil, existe una avenida importante que se llama Brasil.

Estaba firmemente decidido, seguiría hasta Manaus y luego regresaría a Buenos Aires en avión. De pasada iba a hacer alguna visita a gente amiga en Sao Paulo.

“Ya se habrá desbandado el grupo?”. Se preguntó. Si así fuera, ¿cómo haría para reunirlo?. Guardaba la esperanza de que hubieran quedado suficientemente intrigados como para esperar un mes. Tal vez debió dar aviso, pero no hubiera tenido gracia. Las cosas estaban bien así, y es probable que a su regreso algunos miembros del grupo todavía permanecieran conectados.

Esperó la noche, por algún motivo que le daba pereza de discernir, en la oscuridad podía pensar mejor. En realidad, no es que pensara sino que la imaginación tendía a volar en espacios más amplios, donde se pierden las referencias de los objetos externos, o donde los objetos más llamativos adquirieran la apariencia de pálidas luces ubicadas a distancias imposibles de determinar.

Nuevamente, esa noche, se ubicó sobre su base de observación, es decir, esa roca sobre la que había instalado su mirador de la oscuridad. Ahora había una luna delgada que iluminaba menos que las estrellas, a pesar de eso había una claridad mayor, como si el cielo estuviera iluminado per se. Permaneció mirando la oscuridad sin intencionar pensamientos y sin tensar el arco interno hacia una búsqueda o una angustia o un interrogante vacío. Dejó su mente reposar o, en todo caso, vagar suavemente sin mayores encorsetamientos, procurando sólo estar sosegado.

Había en el aire más sonido, pequeños movimientos producidos tal vez por alguna alimaña en busca de alimento o por pequeñas brisas que alteraban la quietud de los matorrales. A corta distancia se escuchó el aletear de algún pájaro nocturno. Tal vez la fauna del lugar se estaba congregando alrededor del único polo de atención en la oscuridad indiferenciada, como era la tenue luz que salía de la carpa y que debería aparecer, a la distancia, como la unica farola en medio de un arrabal inhóspito.

Permaneció varias horas, cambiando su posición corporal de tanto en tanto, hasta casi quedar rendido por el sueño. Una cierta brisa había progresado hasta transformarse en un cuasi-viento que, en algunas ráfagas más fornidas, levantaba pequeñas nubes de polvo salado, y esto lo despertó un poco, menos por el frescor que por la molestia.

A lo lejos, un tren de luces comenzó a moverse lentamente. Y entregando su cerebro en un frasco a la segura nueva alucinación, lo siguió con la mirada por largo rato. Parecía no moverse del lugar. Recién cuando notó que comenzaba a acortarse se dió cuenta que no se estaba desplazando en horizontal sino que paulatinamente estaba tomando una dirección vertical. Se desperezó fuertemente y sintió crecer la curiosidad. Recordó la Noche de la Alucinación y estuvo a punto de girar en dirección opuesta y continuar contemplando la oscuridad, pero se sentía como “sin tensión interna”. Decidió entonces, determinar a qué distancia se encontraban los portadores de las luces, quiénes serían. ¿Se trataría de alguna procesión hecha a oscuras para reverenciar dioses olvidados? ¿Estarían estos dioses realmente olvidados o estaban, de alguna manera, prohibidos? ¿Se trataría de un aquelarre vernáculo? ¿O se trataría de esas curiosas ilusiones ópticas tan usuales en geografías que no ofrecen referencia por el exceso de luz o por su ausencia?

A los diez minutos estaba ya alejándose del campamento siguiendo la procesión de luces, linterna en mano. Caminó más de dos horas, notando como la hilera se empinaba y sin poder determinar a qué distancia se encontraba, ni si le alcanzaría la noche para acercarse a ella. Poco a poco el terreno se fue empinando hasta transformarse en un ascenso. Estaba ya transitando lo que seguramente era un sendero de montaña. Las luces se percibían más tenues. “No por la distancia”, pensó. Tal vez fuera porque el aire no estaba tan límpido a esa altura, quizás por la interferencia de una nube baja y tenue.

El sendero se fue angostando a medida que lo transitaba y se empezó a hacer sinuoso. Ya no se divisaba la procesión de luces y ya empezó a preguntarse si alguna vez la había visto o simplemente se trataba de la ilusión que provocaba una pelusa trabada en alguna pestaña, cerca de su ojo. Hacía muchísimos años, cuando era niño, vio en el horizonte lo que con certeza le parecia un cometa. Era casi la hora del crepúsculo y justo encima del horizonte se veía el trazo inequívoco de un cometa. Dio aviso a sus compañeros de juego, estaban jugando a la pelota, y ninguno de ellos veía nada. “Allá”. Señalaba él, y allá nadie veía nada. No quiso insistir porque todos estaban trabados en un partido muy intenso y no iban a tener mucha paciencia para ver algo que no se veía. El se recostó sobre el lateral derecho de la defensa, cerca del arquero y se dedicó a vigilar a su cometa. Justo cuando el sol estaba por desaparecer, dando por terminado el juego, advirtió que la cercanía de la oscuridad no le daba mayor relieve al fenómeno sino que éste iba empequeñeciendo ostensivamente. De pronto el ojo salto a una perspectiva más cercana y entonces se dio cuenta, casi avergonzado, que lo que el tomaba por el Halley era un simple reflejo del sol en una antena de TV situada a unos quince metros. Nunca más dijo: “Miren, miren”, viera lo que viera y se guardo sus visiones para sí. Nadie tomó nota de su engaño óptico, pero él sí tomo debida cuenta.

Paró en seco en medio del sendero y en medio de la noche y en medio del desierto y en medio de una pregunta: “Sigo o no sigo”. “No sigo”. Y, como de costumbre, siguió.

Estaba ya agotado, transpirado y sin mucho aliento cuando se topó con una especie de pared no muy alta, pero de suficiente envergadura como para hacerlo desistir. Caminó un intervalo para verificar la existencia de algún sendero ascendente. No lo encontró, pero en algunos lugares parecía que la subida podía ser más fácil. Escogió uno de esos sitios de ataque a la altura y comenzó a escalar. Serían unos diez metros de altura los que habría que vencer, pero en la oscuridad y en ese desierto y sin otro elemento que la linterna y sus buenos borceguíes, podía ser una intentona peligrosa.

Todo esto lo consideraba mientras continuaba escalando, hiriendo levemente las manos contra alguna roca un poco más filosa. Enfocó la linterna hacia abajo y por la distancia recorrida dedujo que estaba cerca de la cumbre. Faltarían a lo sumo un par de metros. Redobló el esfuerzo y rápidamente comprobó que estaba en lo cierto. Hizo pie en una especie de meseta de límites imprecisos, debido sobre todo a la oscuridad ambiente y al poco alcance de su linterna que ya mostraba signos de fatiga en las baterías.

Comenzó a caminar, iluminando en abanico a derecha e izquierda, la meseta mostraba un suelo extrañamente plano y despojado de vegetación. Aquí y allá reposaba alguna roca, con una apariencia casi artificial en su disposición. En efecto, parecía que habían sido puestas por manos humanas, quizas para dar referencia o, como diría algún arqueólogo, como “objetos de culto”. La meseta terminaba abruptamente contra una pared de roca oscura. Esta vez, bastante alta, tanto que al dirigir la linterna hacia la altura no se percibía su término. Esta pared sumaba artificio a la ya artificiosa meseta. Estaba como plantada, cortando sin establecer graduación el suelo plano de la meseta. El tipo de piedra parecía distinto o, por lo menos, su color lo era.

Caminó por un tiempo a lo largo de la pared hasta que descubrió una entrada y en ella una escalera ascendente tallada en la piedra. Miró hacia todos lados, venteó el aire para constatar la presencia de algún aroma delator. Buscaba alguna emanación gaseosa que, de origen absolutamente natural y sin intención de provocar nada en particular, produjera en los habitantes de la zona sean estos humanos, animales o vegetales, diversas percepciones alucinadas. Era absolutamente claro que no era posible encontrar en aquellos parajes escenarios tan singulares. No estaba en Creta ni estaba hace dos mil quinientos años, por lo tanto el mito, la leyenda y la fauna correspondiente no tenían lugar ni propósito.

Estaba a punto de emprender el retorno cuando de entre medio de la oscuridad surgió un hombre. Por un momento experimento un sobresalto atemorizado. Pero la actitud tranquila del sujeto lo tranquilizó a su vez. Era un hombre alto, vestido de calle, como si estuviera en medio de la ciudad, con una camisa blanca, un pantalón oscuro y zapatos también de ciudad. Era joven, o mejor, jovial, un poco moreno y de ojos grandes, vivaces e inquisitivos; en su boca se dibujaba una sonrisa amistosa.

“Buenas noches”. Saludó. Él respondió con la misma frase.

Él iba a preguntar si formaba parte de la procesión de luces, pero antes de que lo hiciera el hombre respondió: “No vi ninguna procesión”.

Marcos se quedó en silencio, sintiendo como algunos pelos de su nuca experimentaban el curioso ejercicio de empinarse.

“Usted es de por acá”, preguntó como para exorcisar el temor.

“Más o menos”. Respondió el desconocido y preguntó qué andaba haciendo por esos parajes.

Marcos explicó el asunto de la procesión y el descubrimiento de esa meseta tan extraña. El extraño le explicó que por esos parajes solían verse cosas raras, pero que lo mejor era no darle mucha importancia. Dijo que, como por acá no había mucho estímulo ni variedades de entretenimientos, la gente tenía la tendencia a hacer esas cosas y que, en el fondo, también eran entretenimientos, algunos más inocentes que otros.

Marcos quiso preguntar si esta meseta, esta pared y esta entrada con escalinata formaban parte de esos entretenimientos, pero el extraño continuó hablando, diciendo que esta construcción era muy antigua, probablemente levantada por los Incas o por algún otro pueblo precolombino. Aseguró, además, que los pocos nativos del lugar creían que esa escalinata conectaba con el cielo. Pero nunca nadie se había animado a confirmarlo porque, según decían las viejas y otros alcahuetes y chismosos, el que subía no bajaba más. En cierta época, algunos hippies, muy pocos, habían llegado hasta este lugar con la finalidad de comunicarse con alguna entidad de naturaleza poco clara. Como nunca más se los veía nuevamente, los pastores que apacentan sus rebaños por el área tomaban esto como una prueba irrefutable de las diversas leyendas que circulan. Lo más probable es que se hayan vuelto a sus ciudades decepcionados ante la falta de resultados. Usted sabe como es, por cada filosofo que se acerca a la verdad hay cien idiotas que la confunden con los refranes de la abuela y un loco que la transforma en paseo de moda. Remató el cuento quedándose en silencio.

Marcos miró hacia el cielo un poco incómodo. En los pocos días que llevaba en soledad ya se había acostumbrado a ella, pese a las nostalgias que de cuando en cuando lo atacaban. Pero no quería compañia, quería muchedumbres que, indudablemente, no es lo mismo.

¿Quiere subir?. Preguntó.

Estaba por negarse cuando el desconocido dio unos pasos hasta la entrada y comenzó a subir la escalinata. Con un cierto disgusto lo siguió en un ascenso cuya extensión desconocía.

Monótonamente subieron escalón por escalón. Debían ser unos cuantos cientos (¿o miles?), unos arriba de otros, unos debajo de otros. En un momento determinado se dio cuenta que ya le era imposible determinar si era mejor seguir subiendo o volver. El desconocido, cada tanto tiempo, lo animaba a seguir subiendo. Él se veía descansado y sin mayores ofuscaciones, mientras que Marcos transpiraba copiosamente y respiraba con dificultad.

Paró un momento para tomar aliento, apoyando sus manos sobre las rodillas. Luego se sentó en un escalón. El extraño le tendió una pequeña botella de agua mineral (¿de dónde la sacó?), la tomo con un poco de prevención y luego, sin dudar mucho, le quitó la tapa y bebió un largo sorbo. El agua estaba fresca y producía un enorme placer sentirla pasar por la garganta reseca. Cuando su sed comenzó a saciarse se dio cuenta que se estaba excediendo y después de secar la boca de la botella con la manga de su chaqueta, se la devolvió a su dueño. El extraño la tomó y bebió un breve sorbo. Hecho lo cual pregunto-afirmó: ¿Continuamos?.

Se incorporó y continuaron la marcha ascendente. Al cabo de unos minutos alcanzó a verse una abertura con un decorado de estrellas, estaban llegando al fin de la travesía.

Salieron a una explanada similar a que aquella de la que provenían, pero mucho mayor. Del mismo modo que la anterior, aquí también había una pared, pero esta era cien veces, mil veces, mayor que la anterior. Apuntó con su linterna a la altura y no pudo percibir su término, tampoco hacia los lados. Cuando se dio vuelta con la intención de preguntar qué era esto, vio que el desconocido ya no estaba. Estaba por llamarlo pero cayó en cuenta que no sabía su nombre y llamarlo a la voz de: ¡Extraño! ¡desconocido! Le parecía un poco bochornoso.

Caminó unos pasos recorriendo la pared mientras, imperceptiblemente, se fue produciendo una claridad no natural. No era que estuviera amaneciendo era que la pared se estaba mostrando y para eso utilizaba el sencillo expediente de iluminarse. No es que se encendieran luces ni cosas así, simplemente se hacía más visible iluminándose. Es difícil de explicar, para entenderlo hubiera sido necesario verlo.

Marcos se alejo unos metros para poder apreciar mejor la enorme pared hasta que pudo hacer entrar en su cabeza lo que estaba percibiendo. Lo que tenía como una inmesa pared no era sino una enorme puerta y más allá de donde esta terminaba se extendía un muro sin dimensión comparable. Detrás del muro se dejaba sentir una energía incalculable, un motor inmenso que producía un sonido cuya amplitud era de tal envergadura que era grave hasta lo imperceptible. Sólo a fines comparativos, podría decirse que un solo acorde de ese sonido era el telón de fondo para todos los sonidos del mundo.

De pronto lo atacó un silencio absoluto, el muro se quedó quieto (¿se había movido antes?) y luego la fortaleza-ciudad-templo le habló.

Cuando volvió a su campamento se quedó un largo tiempo pensando, quieto y sin pensamientos. El alba lo sorprendió envuelto en una sonrisa placentera y cómplice.

Al mediodía abandonó esos parajes para, seguramente, nunca más volver."

Ovidio Quillango

viernes, 12 de junio de 2009

Las consecuencias de las acciones

Durante un buen trecho de mi existencia registré lo que podría definirse como "acuerdo conmigo mismo".

No es que me tomara examen diariamente y me dijera, autosatisfecho, "¡qué bien!" o "¡qué grande sos!", ni nada por el estilo. Ese tiempo aún no había llegado y yo andaba por el mundo, el pequeño mundo que conocía, como si perteneciera a él desde la eternidad, confiado y a gusto.

Siempre hay algunos disgustos, pero nada serio, nada que cargara en mi conciencia como un lastre incómodo.

En realidad no es, estrictamente que estuviera de acuerdo conmigo mismo, sino que no había experimentado aún el desacuerdo y, por descarte tácito, el acuerdo es lo que remanía.

Esta situación idílica se extendió hasta cumplidos los ocho años de moradía en este planeta, año en el cual un infortunado suceso, sin mayor relevancia en su momento, fue el grado de desvío en esa trayectoria impoluta... y aquí me veis.

Estos acontecimientos fueron plasmados en un relato que contiene menos ficción de la que en algún momento hubiera deseado. Ahora han pasado décadas y, como todo el mundo sabe, las décadas pasan.

El relato tiene un título que sólo puede entenderse si se lee el contenido, por lo que no es aconsejable hacer deducciones estrafalarias sólo para evadir esta tarea.

Sin más:

"El Bicho

Ya lo sabía con una antelación de, por lo menos, diez minutos, la hora había llegado. Pero cuando la radio lanzó los acordes de un paso doble y, acto seguido, la publicidad de una fábrica de muebles, la certeza se hizo sufrimiento y el sufrimiento, resignación.

“Llegó la Hora de las Ofertas, auspiciada por Sadima Muebles. Tan, tararaan, tararan,tan, tan,tan, tan, tan...”

Todos los días era la misma rutina, llegadas las once de la mañana, comenzaba ese programa radial. La música que lo identificaba tenía la virtud de sumirme en una especie de vaga desazón. Anunciaba acontecimientos desagradables e inevitables, acontecimientos que se repetían casi diariamente, pero no por conocidos era menor el desagrado.

A partir de esa hora comenzaban los preparativos para ir al colegio. Un incómodo repaso higiénico a cuello y orejas, con una inevitable gota de agua cayendo por debajo de la camiseta de algodón, pantalones cortos, medias tres cuartos, zapatos con cordones, camisa blanca intensamente almidonada y, a modo de remate, una corbatita de tela escocesa o un moño azul.

Una vez concluido tan mortificantes acondicionamientos llegaba el momento de alimentarse. Primero una sopa humeante, después un churrasco con ensalada de tomates y, finalmente, una fruta o una combinación de queso y dulce de membrillos. Ponerse el guardapolvos y estirar el cuello para que el almidón no raspe demasiado. Sentirse definitivamente mal, no con un malestar del alma o del corazón, sino intensamente corporal.

Atravesábamos el parque como todos los días, de lunes a viernes, sábados y domingos no, lunes a viernes otra vez y uno que otro feriado salpicado por aquí y por allá. Todos los días íbamos juntos, el Nani, Pichón, Benítez, el Bicho, no-me-acuerdo-quien y yo.

La escuela no quedaba lejos, eran unas diez cuadras de caminata, pero ese tiempo era bien aprovechado. Un día -generalmente los lunes- estaba dedicado a la cargada futbolera, los otros días variaban, podían ser de empujones, de tomadas de punto, de burlas mutuas donde contaba mucho la velocidad en la respuesta para no quedar expuesto a un ridículo insanable.

Ese día estaba dedicado a la tomada de punto, operación que consistía en cuando uno “picaba”, es decir se “engranaba” con una broma y perdía la vertical interna, los demás se le abalanzaban hasta hacerlo puré, a punta de escarnios sin mucha gracia, pero acompañados de la risa más burlona que se pudiera sostener.

Hoy era mi turno, estaba más enojado que nunca con mi guardapolvo almidonado lo que me hizo reaccionar levemente fuera de tiempo y resulté elegido. Las cargadas llovían y yo las respondía como podía, tratando de responderlas rápido antes que bien. Es sabido que la velocidad es fundamental en este tipo de situaciones. No es necesario que la lógica de las respuestas sea muy estricta.

Benítez era el mayor y, por lo tanto, el más hablador, el más zumbón, el más pesado, el más temible, el más impune. El Bicho, el más chico, casi nunca decía nada y, generalmente, no recibía cargadas porque no engranaba, o no se animaba a responder.

Hoy era mi turno y el leit motiv era el “a que no te animás a...”. Uno tenía que animarse a cualquier cosa. En general, todo era de palabra, o uno era desafiado a hacer cosas que lo acercaran al ridículo o alguna situación de compromiso físico menor.

Benítez lanzó, con una inexplicable risotada, “a que no le pegás al Bicho”.
Y yo que “cómo no le voy a pegar”.
Y él que “dale, si le tenés miedo”.
“... Pero cómo voy a tenerle miedo al Bicho”.
“... Entonces por qué no le pegás?”.
”...”.

No sé de dónde salió, pero una mano voló rauda y estalló sonora en la mejilla del Bicho. Vi su expresión de sorpresa y también la mía cuando me di cuenta que la mano era mi mano.

En alguna parte, de difícil localización, unos peñascos de cristal se desmoronaron y algo en mí intentó, vanamente, impedir la caída. ¿Quién puede reconstruir un cristal?

El Bicho quedó petrificado, con la sorpresa tallada en su rostro, nosotros nos fuimos alejando lentamente, en silencio o, por lo menos, yo estaba en silencio. Él se quedó allí, mientras nosotros nos alejamos. Quedó allí, congeladito en aquel instante.

Ese día de escuela fue como una lejanía, todos mis sentidos continuaban atentos a la imagen del Bicho paralizado y mirándome sin comprender. La culpa pero, en mayor medida, una irremediable distorsión en la imagen de mí en un espejo interno, no me torturaban pero me impedían hacer pie en algún lugar firme.

A la tarde, cuando salimos de la escuela, volvimos a pasar por los mismos lugares. Todos miramos disimuladamente, él seguía allí, ahora tal vez un poco ofendido, pero ya era imposible volver atrás, el tiempo, dicen, creo, tiene una sola dirección y lo hecho, hecho está.

Todos los días, cuando íbamos al colegio, lo veíamos en la misma posición en que lo dejáramos. Ya nadie le daba importancia, salvo yo que no podía dejar de mirarlo. Allí estaba, enojado, ofendido, injuriado, sorprendido.

Pero un día la escuela terminó y el tiempo pasó y la memoria se borró, o se ocultó, o algo así.

Cierta vez, ya crecido, viajaba en el colectivo veinticinco hacia el barrio de Saavedra, cuando lo vi, inmóvil, en aquella antigua escena. Todo volvió a mi memoria montado en un relámpago. El Bicho todavía estaba en el lugar donde lo había golpeado. Antes de pensarlo, ya había bajado del ómnibus, caminé un par de cuadras hacia el lugar hasta quedar a unos metros de mi antiguo compañero de colegio. No podía creerlo, estaba igual que hacía tantos años. Me acerqué, lentamente, con una cierta aprehensión, hasta ubicarme frente a él, lo contemplé por un instante y le dije: “Bicho, perdoname”. Él no cambió su expresión y eso me desconcertó un poco, pensé que lo que él esperaba es que pidiera disculpas o alguna cosa similar. Volví a disculparme pero no hubo respuesta. Comenzaba a impacientarme, di unos pasos simulando irme, lo miré para verificar, pero él seguía impertérrito, obstinado, mirándome con aquella antigua sorpresa, con ese mismo enojo congelado en el ceño. Me volví, me quedé mirando el suelo por un momento y por fin le dije: “Bicho, dejate de embromar, ya sos grande”. Él descongeló su expresión y, medio sonriéndome, me dijo: “Tenés razón, se me hace tarde para llegar a la escuela”. Y mientras corría en dirección al colegio, gritó: “Chau, a la tarde vamos a jugar a la pelota”.

Suceden cosas extrañas en estos tiempos, ¡si el Bicho nunca jugaba a la pelota!"

Romualdo Van Dick

miércoles, 10 de junio de 2009

Me fui muy de madrugada

Quien cuando niño no haya sido obligado a levantarse de madrugada para ir al colegio, no entenderá cabalmente el relato que mostraré al final de este introito.

Las madrugadas, y sus rigores, son compartidas por gente tan disímil como obreros, peones de campo, púberes en edad escolar y, principalmente, personas enfermas que deben pernoctar en fríos hospitales durante toda la noche para lograr ser atendidos alrededor del mediodía.

No quiero irme por las ramas, pero es sabido que por la tarde la mayoría de los médicos que hacen un poco de carrera, atienden en clínicas donde los ingresos, más o menos, son un poco mejores y donde la clientela no es muy paciente.

Dado lo anterior no queda más remedio que quien quiera ser atendido en el hospital público se las ingenie para montar un pequeño campamento y esperar, esperar abundantemente.

En fin, no era el propósito de este asunto salir en defensa de los débiles, marginados y similares, sino más bien crear el ambiente apto para la mejor recepción del siguiente relato o, más que relato, instantánea impresionista:

"Madrugada fría

Salimos temprano, de modo de no ser advertidos, aunque a tal fin hubiera sido mejor salir alrededor del mediodía. Hubiéramos evitado el ladrido de los perros y los oídos de las viejas. Pero ya estábamos en marcha, en ese momento en que la bruma se moviliza anunciando la madrugada y un algo difuso dice que se acaba la noche, aunque es noche y es silencio.

Los pasos ahogados se sentían sorprendidos por alguna que otra rama quebrada por pisadas descuidadas. Seguía un silencio atento y luego un andar irregular entre titubeante y apurado. No nos mirábamos, como tratando cada uno de concentrar su propósito en algún lugar entre estar dentro y estar fuera.

A medida que nos acercábamos al camino, el día se iba definiendo y la noche, definitivamente, se volvía sobre sí hasta refugiarse, como una débil oscuridad, en los límites del horizonte.

Un filo de frío cortaba el aire y penetraba impunemente por entre los intersticios de las ropas, no del todo preparadas para enfrentarlo.

Paramos al borde del camino, moviendo las piernas en una especie de danza mecánica, un golpeteo sobre el suelo, un intento de encantar el frío matutino para distraerlo de nuestros cuerpos. Nuestro aliento casi rítmico, llenaba el aire frente a nuestros ojos con vapores de enormes maquinarias.

Alguien dijo algo, pero no hubo respuesta, el sueño aún tejía su telaraña laboriosa y los pensamientos forcejeaban sin ganas entre retazos de divagaciones leves. "

Arquímedes Barquisimeto

martes, 9 de junio de 2009

¡Ah, el amor!

Con todo lo que el amor ha influido en mi vida, esto no ha podido trascender hacia mis escritos. Si lo ha hecho fue en dosis moderadas y siempre en un encuadre que buscaba demostrar alguna hipotesis abstrusa.

Cualquiera que lee estas infidencias podrá pensar que en realidad lo que sucede es que la experiencia del amor me ha sido esquiva.

No quiero hacer ostentación pero la haré. La verdad merece un sacrificio que otro y así mi corazón quede expuesto a la diatriba pública debo hacer honor a ella.

No sólo mienten o se equivocan los que ponen en duda lo que afirmo, sino que se ponen en ridículo afirmando falacias sin sustento. Y para demostrarlo de modo incontestable acá va una lista que como muestra es mayor que un botón:

Aparte de esos amores que terminan en convivencia, facturas de luz y gas, pañales y otras cotidianeidades, tuve algunas relaciones que rayan lo arquetípico.

Para empezar, en pleno inicio adolescente, me enamoré de Rosalía, de la que llegué a estar, en el mejor momento, a una distancia menor de 20 metros. Esta experiencia duró un mes, deteriorada por una distancia, en metros, que no pudo ser superada, en parte por su timidez insanable que le impidió acercarse a mí o tal vez porque me confundió con una estatua, tal era el grado de mi parálisis. En todo caso el hecho no se mide por los resultados sino por la pasión contenida en el. Y puedo dar fe de que era mucha.

El segundo caso arquetípico, duró poco al extinguirse en una intensidad sin futuro. Se trataba de la protagonista de una película cuya belleza se potenciaba por tomas que explotaban sus mejores perfiles. Pronto me di cuenta que la diferencia de edad era un factor insalvable. Eran otros tiempos en los que factores hoy considerados sin importancia decidían los destinos de mucha gente.

Otra vez iba en el subte, ella me miró, yo la miré. Nos enamoramos sin cálculos ni concesiones y, sin palabras, nos juramos amor eterno. Estuve tentado de acortar el escaso par de metros que nos separaba, pero la sensatez me advirtió que faltaba menos de quince minutos para que cerrara la ferretería y si no bajaba ahora iba a pasar toda la noche escuchando el sonido del grifo. No hay amor que aguante una canilla que gotea, de modo que la miré con tristeza, en mi corazón se apretó un adios para siempre, y bajé del subte sin mirar atrás.

Por último, y hasta acá llegamos, me referiré al más simbólico de los eventos. Iba por la calle Florida y me detuve en un kiosko de diarios. Iba a comprar la sexta edición para leer los comentarios del partido cuando reparé en una pequeña revista de crucigramas. Desde ella me miraba Ella. No sólo era la mujer más hermosa que hubiera visto en mi vida sino que su mirada fue como el mítico flechazo que paraliza el tiempo.

Estuve profundamente enamorado de ella hasta que, desconsolado, me di cuenta de que, al no existir internet, no podría siquiera averiguar su nombre. Maldije con ganas el atraso tecnológico de ese tiempo.

Bien, a pesar de tanta pasión incontenible, es poco lo que escribí sobre este tema. Acá va algo como simbólico tributo:

"El amor súbito

El amor súbito es como el miedo repentino, también conocido como miedo súbito: te tiemblan las piernas, o las manos, o todo el juego de extremidades, te late precipitadamente el corazón, no ves nada más que el objeto de tu emoción (amor o miedo, según el caso), la voz no te sale o te sale que mejor no te saliera, y otros fenómenos, experiencias y lindezas por el estilo.

Es cierto que el amor súbito, en último análisis, no existe. Lo que existe es una cierta predisposición, una cierta inclinación hacia él. Es importante que sea súbito, que opere como un flechazo, al decir de los antiguos.

El miedo repentino también parece operar de acuerdo a esta premisa, por tanto también es necesaria una cierta predisposición, en este caso al sobresalto.

De lo anterior se deduce que es muy poco lo que se puede decir sobre estos tópicos si no se estudia antes, con un cierto grado de profundidad, el tema de las predisposiciones. Y es justo reconocer que si entramos en este tema, corremos el riesgo de no poder salir, empantanados como podemos quedar en una intrincadísima trama de explicaciones genéticas, psicológicas, temperamentales, sociológicas, educacionales y, porqué no, astrológicas.

Y ya el panorama se nos complica y algo, que ya de por sí resulta difícil de encuadrar, desmenuzar y embotellar, parte hacia la estratosfera de los misterios sin solución.

Los que se ven envueltos en este tipo de experiencias, muestran una cierta inclinación a hacer caso omiso de todas estas disquisiciones, mostrando inequívocamente que no siempre la experiencia es acompañada por la comprensión clara ni el concepto diáfano.

Pensándolo bien, me parece que estamos partiendo de un equívoco; no es que el amor y el miedo se parezcan, sino que a algunas formas del miedo le llaman amor. Y así, claro, las cosas se confunden. Es bueno que aclare que no estoy pensando en ningún caso en particular, en ninguna persona de mi relación, en nadie. No tengo porqué hacerlo. No lo hago...

De cualquier modo no es conveniente tenerle miedo al amor ni amor al miedo, ni otros juegos de palabras semejantes."

Radamés Mercadante

lunes, 8 de junio de 2009

Ojos en la oscuridad

Desde que lo conocí me cayó mal y esa primera impresión nunca tuvo remedio. Es claro que, posteriormente, encontré muchas razones que justificaran tanto disgusto.

Primero pensé que se debía a su extraordinaria capacidad para modular el idioma inglés, rayana en lo desopilante, pero no me pareció razón suficiente como para detestar a nadie. Aunque nunca se sabe.

Otra vez me dije que sus gimoteos por la situación de jubilados a los cuáles él les quitaba el ingreso, se parecían mucho a los lamentos del torturador por sus torturados, fenómeno artísticamente expresado por Chico Buarque de Hollanda en su canción "Fado tropical".

Finalmente concluí que se trataba sencillamente de un rechazo de índole ideológica: el hombre es una rata, un cipayo sin concesiones, un malvado sin escrúpulos, un opresor de alma, y otros conceptos similares.

Debo reconocer que por algunos instantes este último fundamento me convenció, pero luego de pasado el entusiasmo inicial, rápidamente la duda ocupó su lugar.

Un cierto día, inesperadamente, mientras entretenía un viaje en colectivo viendo pasar mis propias imágenes mentales sobreimpresas a la realidad circundante, volví sobre mí y en un breve silencio comprendí: "No me gustan sus ojos". Y luego recordé porqué. Esto quedó plasmado en un breve relato que transcribo inmediatamente.

"Ojos en la oscuridad

Cuando era niño jugaba a ... No ese es otro cuento.

Cuando era niño tenía un muñeco que me observaba de modo inquietante. Lo hacia por las noches, aprovechando las escasas luces que se filtraban por la ventana.

Yo no tenía más remedio que cerrar los ojos y cubrirme del mejor modo posible; sabia actitud que se basa en el conocimiento de que todo es mental y que por lo tanto, cerrando algunos accesos a la mente, todo podría encaminarse de una mejor manera y, además, ojos que no ven, corazón que no siente. Y corazón que no siente, no siente. Algunas personas se olvidan de esta impronta, pero la mayoría, afortunadamente, no sólo la conserva sino que la fortalece.

La actitud de este muñeco me resultaba altamente sospechosa. ¿Quién sabe qué se escondería detrás de semejante parsimonia, de tanta calma calculada?

Lo curioso es que de día parecía un buen muñeco, y ante la presencia de adultos era la imagen de la inocencia. Lo cual terminaba por enloquecerme.

Mis padres, irresponsables y distraídos como sólo los padres pueden serlo, creían que era mi juguete favorito.

En cuanto a mí, la única consecuencia que he notado de tan horrorosas experiencias es cierta aversión hacia ministros de economía de ojos glaucos y vidriosos."

Cirenaico Cuzcuz

domingo, 7 de junio de 2009

Viaje a la Puna

En agosto de 2000 experimenté el embate descomedido de un inesperado aluvión de inspiración. En mi mente se diseño en todas sus partes la novela definitiva, la gran novela latinoamericana, la obra cumbre de la lengua castellana y otros despropósitos por el estilo.

Durante diez días escribí casi incesantemente, saltando de un capítulo a otro, llenando páginas prácticamente sin corregir una coma. Apenas había comenzado los primeros escarceos y ya iba por la página 78.

Y de repente, el silencio, un fallo eléctrico generalizado dejó mi mente sin impulso y después de recorrer unos metros quedó estacionada en la banquina, en una noche sin luna y sin estrellas, en la oscuridad de un desierto sin ideas, ni imágenes, ni nada. Ya se encenderán los motores, pensé. Pero no lo hicieron.

Algunos años después, ante nuevas oleadas de inspiración o de ocurrencias, retomé la lectura de lo escrito para ver si podía continuarlo. Pero, como dijera Hegel al ser preguntado por un texto un tanto oscuro, y luego de cavilar unos instantes, "cuando lo escribí, dios y yo sabíamos qué significaba. En este momento sólo lo sabe dios".

No es que me encontrara frente una obra hegeliana, no era algo tan aburrido. Se trató simplemente que no atiné a comprender a dónde se dirigía lo que había escrito y, al no encontrarle algún destino, quedó en el limbo de las cosas inconclusas.

Hoy, en el marco de este proyecto de arrumbamiento más o menos organizado, no sería el caso de crear una entrada al blog de 78 páginas. Pero, simbólicamente, podría incluir un capítulo que la represente.

El capítulo seleccionado tiene la ventaja de su casi independencia argumental del resto del escrito, aunque no es todo lo breve que sería deseable, de modo que lo dividiré en dos partes: la primera y la segunda.

Se va la primera:

"El viaje a la Puna de Atacama.

Esta zona inhóspita fue motivo de una guerra insana (¿hay guerras sanas?) entre Bolivia y Chile en el siglo pasado. De resultas de esto Bolivia perdió su salida al mar y con ello toda la Puna de Atacama. Años después terció Argentina, obteniendo la cesión de la zona que de derecho pertenecia a Bolivia y de hecho a Chile. Esto origino un conflicto fronterizo, que se sumó a los muchos que ya existían, entre Argentina y Chile. Finalmente, un árbitro inglés (no podía ser de otro modo), intervino en el asunto y así todas estas piedras y salinas se dividieron entre estos dos países. No se han generado más disputas alrededor de este territorio, probablemente porque no se obtienen ya riquezas que estén muy de moda. Hay mucho salitre, pero eso en la actualidad no tiene un valor económico muy sustantivo.

El profesor de geografía miró al alumnado por encima de sus anteojos de lectura y comprendió que todo lo que él decia “entraba por una oreja y salía por la otra”, ahogándose, probablemente, en un vacío insondable ubicado, con notable precisión, entre parietal y parietal.

Rápidamente se hizo de noche. El sol se sumergió súbitamente detrás de la enorme pared que forma la sierra de Chichagua hacia el poniente.

Se quedó sentado un largo tiempo sobre una enorme roca que le servía de mirador. Cuando la última luz terminó su agonía, se tendió sobre la roca con los brazos y las piernas abiertos, formando casi una equis.

Las estrellas se hicieron más y más cercanas en la noche limpia de ese desierto. El mundo, poco a poco, comenzó a oscilar, ora hacia la izquierda, ora hacia la derecha. Se mantuvo un tiempo, disfrutando, casi, de ese balanceo, hasta que, repentinamente, todo dio una especie de vuelta de campana y todo lo que era arriba se transformó en abajo y lo que era abajo en arriba.

Permaneció así, como adherido a un techo, viendo como hacia abajo se extendía un abismo infinito, decorado por pequeñas luminarias que sonreían con un titilar rápido y nervioso.

Allí, en la frontera meridional de su campo de visión, una estrella fugaz terminó en un instante su vuelo brillante y breve. Sintió que ese abismo lo succionaba imperiosamente y, por un instante, experimentó la tentación de dejarse caer. Imaginó que unas alas doradas brotarían de su espalda y empujando la roca lo llevarían volando sobre un mar oscuro. Pero un temor visceral lo hizo incorporar bruscamente. De pronto vio otras estrella móviles que acompañaban un leve vahído. Pero no eran las estrellas del cielo sino unas chispas doradas e incesantes producidas, quizás, por el súbito cambio de pulsación en sus ojos.

Se recompuso y miró a su alrededor; en él sólo vio oscuridad y silencio. Recogió unos pedruscos del suelo y comenzó a arrojarlos en distintas direcciones, prestando atención al sonido de los rebotes hasta que nuevamente volvía el silencio.

Creyó advertir un eco distante y se preguntó:”¿Qué estaré haciendo en este desierto?
“¿Y si me caigo en la oscuridad y me fracturo el cráneo? ¿O si una alimaña me deja su ponzoña?

Por un instante percibió la existencia de amenazas anónimas, pero atentas al extraño que quebraba, con su presencia indeseable, el equilibrio de la noche desierta. Creyó sentir un hálito cercano, algo sin forma clara, pero con conciencia, intención y, tal vez, malos modales.

“Estoy solo” - Se dijo. “Y no creo en presencias ni bultos que se menean”. Agregó.

Se dirigió hacia la carpa, palpó en la oscuridad hasta hallar un pequeño farol alimentado a querosene, levantó el protector de vidrio y encendió el mechero con el encendedor infalible que llevaba siempre en su bolsillo. Un débil resplandor se asomó por la abertura de la carpa, constituyéndose en una referencia visible a varios kilómetros.

No tenía hambre, pero supuso que ya era hora de comer algo. Entre todas las cosas que había dejado en la ciudad se contaba un reloj, por lo que, en los días sucesivos, tendría que verificar el paso de las horas al compás del sol o de alguna sensación referida al transcurrir del tiempo. De una mochila, sacó una pequeña lata de pescado en conserva y una barra de chocolate duro. Se enfundó en una chaqueta acolchada de colores vivos, bastante inapropiada para resaltar la apostura física pero muy adecuada para proteger del frío que, después de la caída del sol, avanzaba resueltamente.

Salió y se sentó sobre una pequeña roca a masticar desganadamente los trozos de pescado. Mientras escuchaba el movimiento de sus mandíbulas, fijó la vista en un punto a una distancia imprecisa, exactamente frente de él.

Cuando estaba terminando la tableta de chocolate, un imprevisto resplandor estalló en la distancia en que había puesto sus ojos. “Otro acampante”. Pensó. Y se quedó como hipnotizado por la luz que, al no mostrar oscilaciones, lo llevó a inferir que no se trataba de una fogata. “¿A qué distancia estará? ¿A quinientos metros, a mil metros?”

Entró nuevamente a la carpa y enseguida salió de ella con una linterna en la mano. Sin saber porqué, casi mecánicamente (como aquella vez en Saavedra, cuando conoció a Liliana), se puso en marcha, primero de modo titubeante, cuidándose de tropiezos en piedras y matorrales espinosos. Al poco tiempo, su marcha tomó soltura y, como si fuera un baqueano de aquellos terrenos, caminó más resueltamente.

Al cabo de una media hora de marcha zigzagueante, el resplandor se hizo más definido. Era una luz cuasi circular, como si saliera de una boca abierta y gigantesca. Pronto estuvo frente a lo que parecía la entrada de una caverna. De su interior manaba la luz que lo había llevado hasta allí. Se quedó allí, iluminando hacia un lado y otro, tratando de ubicar alguna presencia humana. Aparte de esa luz, nada daba a entender la presencia de nadie. El silencio sólo no era total porque lo impedía esa iluminación.

Al fin, se decidió a entrar y al hacerlo se encontró en un recinto circular iluminado por antorchas. Estas estaban dispuestas a intervalos equidistantes formando dos arcos de círculo, cada uno desde un lado de la entrada hasta el lugar en que se alzaban cuatro puertas entreabiertas. Eran puertas pesadas, de madera gruesa reforzadas por listones de hierro asegurados por gruesos remaches. “Son puertas antiguas, seguro que guardan algún tesoro?”. Pensó graciosamente. “Pero están abiertas”. Se desanimó.

De una de las puertas, la del extremo izquierdo, emanaba una extraña sensación. Era una sensación atractiva y repulsiva. Era como un temor... un temor intenso. Se quedó allí parado, esperando que algo decidiera algo. No iba a aventurarse, eso era seguro, por la puerta de la izquierda, lo mejor, para saciar la curiosidad, era tomar alguna de las otras puertas que demostraban mayor inocencia o que, por lo menos, no parecían amenazantes. Desde la puerta izquierda, el temor aumentaba como un vaho cálido y escalofriante.

Dio un paso hacia adelante, hacia la puerta de la derecha, luego otro y se detuvo. Y con pasos firmes, resueltos e indeseados se dirigió a la puerta izquierda. Apenas hubo transpuesto su marco, el vaho, que hasta ese momento era externo a él, lo invadió por completo. Un terror insano lo obligó a abrir los ojos desmesuradamente, con el curioso efecto de aumentar su atracción cuando mayor era la repulsión. Trató de resistir y volver sobre sus pasos, pero era inútil, la atracción no era psicológica, la atracción dominaba sus músculos que, contra su voluntad se seguían moviendo adentrándolo en un túnel que descendía en un plano de unos cuarenta y cinco grados. El plano del túnel se fue haciendo más empinado y la atracción ya era absolutamente irresistible, hasta que no pudo ya mantenerse en pie y rodó por el suelo entre ayes y pulsaciones vertiginosas.

Después de una corta caída hacia algun vacío, se sintió en suelo firme y plano. El temor desapareció sin dejar traza. Alrededor de él parecían desplazarse unas alimañas alborotadas, algo así como alacranes o escorpiones. Uno de ellos, le pareció, se ubicó frente a él y lo miró a los ojos, para rápidamente alejarse con su lanceta en ristre. Al ponerse en pie advirtió que en fondo del túnel se ensanchaba y estaba iluminado. Caminó unos metros y luego se detuvo en seco. A unos quince metros se abría una caverna circular y en ella una mujer estaba encadenada a una especie de cruz de San Andrés formada por sólidas vigas de hierro, rodeándola trabajaban en algo cinco enormes minotauros. Sí, eran cinco individuos de más de dos metros, extremadamente fornidos y (¿disfrazados?) rematados con unas fieras cabezas de toro. No de toros pampeanos sencillos y pacíficos, sino de miuras armados con unas cornamentas feroces.

Se empequeñeció como para no ser visto o tal vez impulsado por la aprehensión que lo invadía. Si esta escena se desarrollara en alguna feria de espectáculos avant garde, aplaudiría y dejaría unas monedas en algún sombrero dispuesto al efecto. Pero se encontraban en medio de la soledad en un lugar sin nombre. No sabía cual era el sentido de tal escena pero seguramente no era una actuación montada para recoger monedas. Pronto se le hizo claro la actividad que desarrollaban estos amenazantes sujetos. Uno de ellos producía un chorro de aire con un rústico fuelle, mientras otro calentaba un hierro al rojo en una fragua de hierro negro. Los otros simplemente estaban de pie mirando el fuego como hipnotizados, las miradas oscilantes entre la idiotez y el sueño, y las manos apoyadas sobre el mango de unas filosas y largas cimitarras.

Puso su atención en la mujer y en sus ojos vio miedo y desesperación. Era una mujer hermosa, de boca carnosa y sus cabellos caían, prudentemente, sobre sus pechos desnudos. Su falda estaba cubierta por un paño basto atado con una cuerda. “Estos minotauros son medio pudorosos”.- Bromeó desubicadamente.

La mujer le parecía conocida, le traía un vago recuerdo de alguna vez. La mujer era casi un calco de... La mujer era ¡aquella novia de San Telmo! ¿Qué hacía allí? ¿Por qué estaba igual que hace quince años? ¿Qué van a hacerle?.

Cuando el minotauro que portaba el hierro candente se dio vuelta hacia ella y lo aproximó a su rostro, ya no tuvo dudas, allí se iba a desarrollar una inverosimil sesión de torturas. El minotauro acercó el hierro al rostro de la mujer, ella gritó, pero él no hizo contacto sino que empezó a recorrer su cuerpo a una distancia suficiente como para atemorizarla sin hacerle, todavía, daño.

Una especie de desesperación lo invadió, sabía que no iba a poder ni siquiera contra uno de los minotauros, él también iba a morir y no iba a poder salvarla. Una sensación a medio camino entre la razonabilidad y la cobardía le provocó un breve vómito amargo. Miró hacia todos lados, buscando algo, cuando su vista se topó con los escorpiones que, llamativamente, estaban como dispuestos en formación, con la musculatura (que no tienen) en total tensión, con el ceño (¿?) montado en indignación. Así estaban quietos, en alerta, como esperando algo.

“¿Qué esperan? “¡Ataquen!”. Gritó al borde del absurdo.

Absurdamente también, los escorpiones respondieron a su orden partiendo como armas letales hacia los minotauros. Por un momento se entusiasmó e hizo fuerza como si se tratara de un ataque en un partido de fútbol, rugby o la carga de una brigada de lanceros. Los minotauros, al ver la amenaza ponzoñosa que se les avalanzaba, prorrumpieron en bramidos aterrorizados, los ojos se le salían de las órbitas y de sus bocas brotaba una espuma blanca. A unos pocos metros de que los escorpiones los alcanzaran huyeron por una de las salidas de la caverna, en una muestra de pusilanimidad insospechable en semejantes monstruos. Los escorpiones, al ver su tarea cumplida, se escabulleron por distintos orificios que había o que construían con sus tenazas. En unos instantes sólo restaban ella y él.

La libró de las cadenas y la abrazó largamente hasta casi hacerle daño con su abrazo.

“Marcos, amor mío”.- Musitó ella en tono de bolero.

Él recordaba todo de ella, excepto su nombre, por lo que trató de hablarle de tal modo que no fuera necesario usarlo.

De pronto una ola de recuerdos, más como sensaciones que como imágenes, le invadieron el pecho y sintió un fuerte remordimiento. Unas lágrimas difíciles pugnaron por salir de sus ojos y arrodillándose lentamente dijo solamente:”Perdoname”.

Ella lo ayudó a incorporarse, le sonrió dulcemente y sus labios posaron un beso más dulce aún en su mejilla húmeda. Después de esa despedida, giro sobre sus pies agilmente y se alejó presurosa, desapareciendo por el túnel por el que él había llegado hasta ese lugar ominoso.

Una sensación onírica le invadió la razón, sin embargo, todo tenía un fuerte sabor de realidad. La concretitud de las paredes, la perfección de los detalles le sugerían que bien podía encontrarse en estado de alucinación, pero con certeza no estaba dormido. Lo único preocupante es que fuera lo que sea lo que estuviera ocurriendo, no le preocupaba mayormente.

Quedó solo, las llamas de las antorchas que iluminaban el recinto oscilaban lentamente, la temperatura se sentía más elevada, tal vez por el rescoldo que aún animaba la fragua. Escuchó un chirriar de puertas y un sonido de cadenas arrastrándose. Miró alarmado en todas las direcciones que pudo, pero antes de que pudiera huir ya los minotauros lo tenían tomado por brazos y piernas. Profesionalmente lo encadenaron a la equis de hierro. Uno de ellos aproximó una especie de pesado yunque hasta apoyarlo contra sus muslos, mientras los demás verificaban el filo de sus cimitarras cortando unos pequeños maderos con suavidad y justeza. Uno de los monstruos ensayaba en el aire un tajo exacto describiendo con su espada un semicírculo por encima de su testa cornuda. Con movimientos de cirujanos en un quirófano, otro de los minotauros le abrió el pantalón con una daga y le extrajo el sexo posándolo cuidadosamente sobre el yunque. Aterrorizado cerró los ojos, adivinando el brillo filoso de las cimitarras; y desde todas sus visceras brotó un inmenso “¡no!”, que rompió las cadenas que inmovilizaban sus brazos y piernas. Cayó al suelo y en el momento que intentaba incorporarse, cuatro minotauros lo retuvieron firmemente aprisionado en el piso y el quinto, con fuerza y exactitud, le clavó una cimitarra en el pecho, justo en el corazón, matándolo.

Los minotauros se retiraron con movimientos torpes, muy diferentes a los que habían demostrado en la ejecución de las operaciones anteriores. El quedó allí, quieto, exánime, muerto. Pasó un tiempo de contabilización indiferente. Las llamas de las antorchas llegaban al ocaso y en la fragua sólo restaban algunas cenizas tibias. Las paredes de las cavernas permanecían mudas y la equis de hierro no mostraba cansancio en su postura incómoda.

Pasados mil años o mil segundos, una presencia empezó a moverse en la casi oscuridad de la gruta. Eran unos pasos lentos pero firmes, acompañados por la ayuda de un bastón o vara. Un anciano viejísimo y, probablemente ciego, se aproximó al cuerpo muerto de Marcos. Se arrodilló dificultosamente a un lado de él y de una especie de morral sacó un frasco, como una pequeña ánfora barriguda y de cuello largo y fino. Dentro del recipiente brillaba una sustancia verde claro, tal vez cesio radioactivo o un preparado de clorofila. El anciano le quito una delicada tapa de vidrio y aproximando temblorosamente el ánfora vertió su contenido en la herida que ya mostraba signos de coagulación.

Marcos sintió una descarga dolorosa, como si millares de pequeñas espinas se clavaran en sus nervios ya muertos y de pronto sintió como si innumerables motores y motorcillos se pusieran en marcha. El intenso dolor duró poco y enseguida empezó a sentir el circular de su sangre, las corrientes de su respiración y el fluir de su pensamiento. Cuando abrió los ojos, el anciano que había visto desde la altura del techo de la caverna había desaparecido. Estaba nuevamente solo y pensó:”En esta caverna debe haber algún gas que me produce alucinaciones”. Todavía con dudas, verificó su pecho y no encontró ninguna herida, de cualquier modo su pantalón estaba rasgado, pero no buscó ninguna explicación, seguramente habría alguna y eso ahora no tenía importancia.

Se disponía a irse cuando escuchó una especie de cántico que provenía de una de las salidas. La curiosidad pudo más que la aprehensión. Además, ya había determinado que se encontraba intoxicado por algo, por lo cual pensaba que no corría ningún peligro real. Se acercó a la salida de la que parecía provenir el canto y asomó su cabeza a un nuevo túnel. Ya adentro se apercibió del intenso calor y el volumen del cántico, que había aumentado hasta abarcar toda la cavidad. Era una suerte de canto gregoriano pero más grave, que hacía vibrar las cálidas paredes del túnel y que aumentaba a medida que se adentraba en él.

Tal vez por el calor, y seguramente por las gases tóxicos que habría en ese lugar, se dio cuenta que el que cantaba era él túnel, y le causó gracia la idea de que, quizás, estuviera caminando por una garganta hacia un estómago que lo iba a digerir sin mayores contemplaciones.

El túnel terminaba en una inmensa caverna llena de estalagtitas y estalagmitas. Por todas partes había grietas desde las que brotaban llamas y un líquido ígneo, seguramente, lava. Avanzó, caminando con cuidado de no pararse sobre ninguna grieta. A unos treinta metros se divisaba un fuego mayor que parecía salir de un pequeño lago de magma candente. El cántico ahora abarcaba toda la caverna o toda la caverna cantaba.

Se acercó al lago de fuego y sintió que no era un fuego injurioso, producía un calor intenso pero no dañaba. Sintió el impulso de meterse en él, pero un dejo de sentido común le dijo que no era conveniente. Aunque simplemente fuera una alucinación, era tan sugestiva y tan real que podía dejar consecuencias físicas en el “mundo real”.

De pronto se sobresaltó, una mujer inimaginablemente hermosa se sugirió entre las cercanías de las llamas. Pero de ella sólo pudo precisar sus labios. La mujer se sugería aquí y allá, siempre mostrando con claridad una parte de ella, una pequeña parte, la frente, un pómulo, una mano, un pecho, pero en ningún momento toda ella. Abrió sus ojos fuertemente, como para no permitir que un pestañeo inoportuno le impidiera verla en el momento infinitesimal en que ella se configuraba por entero. Pero entre ardores oculares y lacrimales incontinentes se sumió casi en la desazón, hasta que ella, quizas apiadada, se planto frente a él y le susurró algo al oído, palabras que no entendió pero que lo hicieron intensamente feliz. La vio por entero pero igualmente no pudo abarcarla. A pesar de que sus ojos la recorrieron con pasión, afiebradamente, no pudo guardar en su memoria más que las sensaciones que experimentó. Ella desapareció, el cántico se había acallado en algún momento y ahora el calor de la caverna era vivificante. En toda la extensión de la bóveda brillaban unos cristales semejando diamantes en bruto encastrados en la piedra.

Retomó el camino de vuelta, sintiéndose liviano y distenso, acompañado por la luz que emitían los diamantes que ahora tachonaban paredes y techos de los túneles por donde transitaba. Por fin salió al frío y la oscuridad de la noche. Las estrellas también figuraban diamantes en el cielo (Lucy in the sky with diamonds, recordó). A lo lejos se escuchó el canto breve de un pájaro tardío.

Volvió a su campamento y sin más trámites se echó a dormir. Un sueño afiebrado lo acompaño hasta la madrugada. En el medio de la noche se incorporó, en delirio, a tiempo para escuchar:”Usted necesita ayuda profesional”. Y ya se hallaba en una especie de despacho.

“Qué opina usted, doctor?”- Preguntó a un señor trajeado que revisaba unos expedientes.

El hombre levantaba la vista hacia él y mientras fingía reflexionar un asunto dificil, dictaminó: “Es un caso de complejo de castración”.

“¿Y qué se puede hacer?”.

“Mire, hay algunos atenuantes, creo que podemos argumentar emoción violenta e impremeditación”- Sentenció.

“¿Y entonces?

“Creo que si se declara culpable, podemos obtener seis años de condena. Con el tres por uno y buena conducta, puede salir libre en un año”. Y lo miró autosatisfecho.

“¡Pero doctor, yo no puedo estar preso ni media hora!”.

“Lo hubiera pensado antes. Ahora tenemos que optar por el mal menor. Le va a costar nada más que veinte lucas dólar. ¡Una bicoca!”

Ahora estaba en el jardín con su padre, más anciano de lo que era. Tenía la sensación de que él había muerto hacia tiempo y ahora estaba hablando con un recuerdo. (Pero sus padres en realidad aún vivían).

Se dirigió a él con sumo respeto y con tono casi antiguo, de un modo en que nunca se había dirigido a él en vida (¡Pero si aún vive!).

“Padre, ¿por qué siempre habéis sido tan bueno? ¡Me he transformado en un villano por vuestra culpa!”

“¡Hijo mío!”. Repetía él anciano, afectuosamente.

Su madre, tan anciana como su padre, le pasó su amable mano por el cabello y eso lo tranquilizó.

La mañana lo sorprendió ya avanzada. Se incorporó sintiendo un hambre voraz. Imagino manjares que su modesto campamento no ofrecía. Salió de la carpa y el aire puro y seco casi ardió en sus pulmones. El sol invicto resplandecía rodeado por un cielo azul intenso.

Durante todo el día anduvo deambulando por los alrededores, tratando de no perder de vista su improvisado campamento. No encontró más que paisajes repetidos. A lo lejos le pareció divisar un pastor de cabras, quizás un niño de no más de doce años dedicado a la vigilancia de una manada obstinada en conseguir alimento todos los días. Tal vez recorrieran kilómetros en los que diariamente gastaban caminando lo que alcanzaban a consumir. Tal vez las noches los sorprenderían en cualquier lugar y el niño se alimentaría con un trozo de quesillo de cabra y una galleta seca, y seguramente verificaría que las mismas estrellas estuvieran en los mismos lugares. Y en esa soledad escucharía voces extrañas pero familiares que no podría traducir pero que, de algún modo, entendería.

Comprendió que el silencio y la soledad desbordan la imaginación hasta que ya no se sabe más qué imaginar. Sintió nostalgia por el ruido, el smog y la presión de multitudes que van, vienen, se apiñan, se rozan, se encuentran y se separan. Sintió hambre de impresiones más humanas entre tanta piedra y tanto cielo.

Hacia el anochecer del quinto día sintió nuevamente la pregunta:”¿Qué estaré haciendo en este desierto?”. Repasó mentalmente la noche alucinada de la caverna y recordó el nombre de aquella mujer, novia de juventud con la que había sido involuntariamente desconsiderado, impulsado seguramente por compulsiones hormonales un poco incontrolables. Incontrolables aunque quisiera o pudiera (que no quería ni podía).

Mañana me voy, pensó. "

Tendría que decidir si continuaba con el plan de viaje que había organizado o si volvía a Buenos Aires. Ya el plan se había alterado porque pensaba permanecer unos diez días en esta soledad, ordenando sus ideas, y hasta ahora sólo había logrado una noche de manicomio en una caverna tóxica y una sensación general de no tener nada para pensar. Había logrado más que nada sentirse vacío. Lo único novedoso era el silencio que desde el paisaje que lo rodeaba, terminaba por contagiarle el pensamiento y eso lo hacía sentir, en algunos momentos, límpido y fuerte.

Había venido a pensar y había logrado no pensar. El cambio era, por lo menos, imprevisto."

Ammonius Saccas

Dios y Descartes en la Plaza de Mayo

Qué relación puede haber entre elementos tan disímiles como Dios, Descartes y la Plaza de Mayo, es algo que se dirimió no hace mucho. Fue en algún momento del año 2004.

A la sazón estaba preocupado por muchas cosas, pero ninguna de ellas era Dios, ni Descartes ni mucho menos la Plaza de Mayo. Pero, a veces las cosas suceden por motivos más inadvertidos que misteriosos y uno se sorprende grandemente.

"Descartes

Eran las dos de la tarde y para entretener mi viaje hasta el centro tomé el pequeño librito que llevaba en un bolsillo: Meditaciones metafísicas. René Descartes.

Lo abrí en la página sesenta y cuatro, Meditación Tercera. Admiré los malabarismos del filósofo para injertar a Dios sin traicionar su método. Digamos que lo logró apelando a algunos juegos de palabras y afirmaciones sin mucho desarrollo. Cosas como que la inexistencia es una imperfección (¡!) y que, por tanto, si Dios es perfecto no puede no existir. En fin...

Es claro que hay que comprender su situación, el hombre pensaba en serio y lo hacía en un medio donde unos astutos y crueles frailes se dedicaban con esmero a pasar a deguello a cualquier sospechoso de herejía. ¡Y los que pensaban en serío eran los principales sindicados!.

Allí estaba este señor pensando, buscando la misma palanca que Arquímedes había reclamado para levantar el mundo, sólo que él quería hallar el método que pudiera levantar juntos al mundo de la ciencia y de la filosofía. Y mientras se afanaba en este intento recibía noticias sobre la condena a Galileo. Humm...

Continuaba, sí, con sus sesudas meditaciones, pero carcomido por el deseo de enviar a la hoguera sus escritos antes que ellos lo enviaran a él a algún lugar de similar temperatura...

Y en el medio de esas meditaciones la imprescindible presencia de Dios, con sus atributos correctos y aceptables bendiciendo todas y cada una de las conclusiones

Estación Bolivar. Caminé lentamente por los andenes hacia la salida.

Dios, pensé, un espiritu absoluto, presente en todo y todas las cosas, eterno e infinito, omnisciente y todopoderoso, ¡que idea tan extraña, tan inconcebible!. Cogito ergo sum, es evidente, pero ¿Dios?

Subi las escaleras de la salida que da a la Plaza de Mayo, salí a la luz exterior, elevé mis ojos y entonces, durante una millonésima de segundo sentí, advertí la presencia de Dios en todo, sentí que la vida se planteaba en otros términos y que mi existencia era tanto o más extraña que la existencia del espíritu absoluto...

Luego esa millonésima de segundo terminó."

Benito Vertebrado

sábado, 6 de junio de 2009

Profecía proferida en 1997

A raíz de la crisis financiera de los tigres de la Malasia, no confundir con Sandokan y Yañez, allá por 1997 se me ocurrió un pequeño opúsculo cuyos acordes podrían resonar parecidos, salvando una cuestión de magnitudes, a los de la debacle financiera mundial actual.

En realidad, cualquier observador desinteresado, especie más rara que el ornitorrinco, hubiera reparado en el hecho de que, basadas en los mismos fenómenos de burbuja, varias geografías financieras habían saltado por el aire. Y estos estallidos se sucedían con mayor frecuencia.

Los gurúes, que tanto afecto les tienen a los matemáticos que les inventan toda clase de misteriosos productos financieros, no se animaron a proyectar una curva que delatará dónde y a que hora iba a estallar la madre de todas las crisis. ¡Es que la ruleta rusa pierde su encanto si se sabe dónde está la bala!

Tomo el recaudo de aclarar que cuando escribí aquel texto, bastante anticipatorio, no tenía la menor idea acerca de qué estaba hablando. Podría decir, si no fuera por el clima de normalidad imperante en su momento, que fue algo casi mediumnímico, un fenómeno de escritura automática, profético, una inmersión en la corriente íntima del tiempo y otras exageraciones por el estilo, pero no lo haré en orden a la moderación y el buen tono.

"Fin de ciclo o el pecado de los capitales

Los pecados capitales son la hostia de las hostias, el nuevo paradigma prometedor de paraísos ¡ya!.

Se han transformado en virtudes o algo mucho mejor. Contienen diversión, vitalidad, fuerza, lucro y alguna que otra sensación imprecisa pero adrenalínica al fin.

¿Quién quiere virtudes cardinales o de otras características, que además de ser menos son aburridas?

¿Qué mejor que una buena avaricia matizada con momentos de ira, sazonada por una envidia malsana, distendida en los momentos de ocio por una lujuria espasmódica o una gula truculenta, todo salpimentado con unos elegantes toques de soberbia ganadora?

La vieja religión vuelve rediviva, fortalecida por nuevos y entusiastas seguidores. La enjundia posesiva reclama honores sea por la fuerza, la razón, el derecho, el designio divino o el monumental edificio de la superchería devenida en ciencia (por si hubiera que justificar, que no parece).

Pero extraños signos (¿matemáticos?), perfilan tiempos de bajamar, jornadas de sangre, sudor, lágrimas y computadoras en colapso.

La histeria bizquea en las sombras esperando su momento y los temblores de sus labios no anuncian nada bueno. Febo asoma con su cabellera vehemente arrebolando a los vientos cósmicos y tanta globalización aturde hasta el desquicio.

El sumo sacerdote de la Reserva Federal habló tres veces esta semana. Se percibe entre los acólitos, devotos, prosélitos y variados chupamedias, un fuerte alboroto, un cuchicheo alarmado.

Hay preocupación, se advierten signos en el bajo horizonte, signos amenazantes.

La fiesta se termina, la larga juerga irresponsable promete una resaca monstruosa. Calavera no chilla.

¿Y qué si la estantería multidimensional se viene abajo y aplasta un buen número de cabecitas bidimensionales, mononeuronales, dicotiledóneas y dextrógiras? ¿Qué?

La gran preocupación es la mas grande ocupación de los momentos de ocio. Y también de los momentos de trabajo. Y de cualquier otro momento.

Habrá un momento en que todo esto se termine y, por fin, podamos comenzar. Es que a veces la impaciencia me mata, me asesina.

Es difícil describir en pasos secuenciales una trama interconectada e interdependiente. No hay inicios, no hay causas, no hay efectos. Hay fenómenos que surgen aquí, por influencia de allá y pagan el pato en Culdumonde, y los culdumondinos dicen: ¿Y nosotros que tenemos que ver?. Nada, pero paguen. Porque eso sí, pagar hay que pagar. Los que conocen la esencia de las cosas saben que allí está, esa es, la esencia de las cosas. Si quieres disfrutar de la net...

El sumo sacerdote de la Reserva Federal, de vez en cuando despierta y con su dedo admonitor avisa, “no jodan tanto”. Y todos bajan la susodicha cabecita y dicen, “hemos de ser responsable, un mundo, lucrativo, depende de nosotros”. Pero inmediatamente después, desde adentro, desde la más intensa víscera, les surge un vórtice, un arrebato de fuego, un má-sí-que-te-cure-mongo, y a otra cosa mariposa.

El sumo sacerdote dormita nuevamente, y un eco de derrumbes acompaña su sueño intranquilo.

La gran burbuja especulativa que envuelve al universo adelgaza sus paredes temblorosas y en cualquier momento ¡Armagedón! Y a tirarse todos desde el piso noventa y tres."

Segismundo Dickens

Jugando con el tiempo

Recuerdo el instante con precisión, podría describirlo con todos sus detalles, pero no recuerdo ni el día, ni el mes ni el año en que sucedió. Por aventurar una región de fechas diría que fue en el invierno de 1997 ó 1998.

El caso es que estaba esperando el colectivo 132 en la esquina de Callao y Córdoba. Era tarde y la demora se hacía tediosa. Yo miraba la distancia esperando percibir señales promisorias, pero ahí estaba, solo, en silencio, escudriñando el fondo del campo de visibilidad. Entonces pensé que en algún momento vería venir el ómnibus, en otro momento este llegaría, yo lo tomaría y mientras fuera viajando recordaría la espera. Por motivos cuya raíz se me escapa el juego me gustó y comencé a ver cada momento, cada espera, como un futuro recuerdo.

La parte más entretenida era la de intentar atrapar el instante en que la espera se transformaba en recuerdo después de pasar por el filo del presente, extraño tiempo que estaba siempre ahí y nunca se dejaba atrapar.

El relato de estas cuestiones no da para mucho más, sólo tiene variaciones incesantes para el que juega. No dice mucho para los espectadores pero para los protagonistas es como un juego repetitivo y adictivo.

De esos entretenimientos surgió una breve reflexión que pretendió tener alguna gracia.

"Observatorio

¿Ha observado usted que todas la protenciones paulatinamente se transforman en retenciones dando la ilusión de desplazamiento sin que quede clara la dirección del mismo?. ¿No?. Bueno.

No le vendría nada mal desarrollar un poco su capacidad de observación. Digo, sin animo de ofender. Es que si usted no percibe lo obvio, algo que, por lo menos, está muy cercano a sus posibilidades de observación, entonces, ¿qué se puede pretender de otros fenómenos absolutamente, ajenos, distantes, desconocidos o mal conocidos?

Nada, poco menos que nada, puede esperarse de semejante capacidad de observación. Y no es, sinceramente, que pretendamos hacer mofa, escarnio, befa, burla, ni que estemos considerándolo un tonto, un lelo, un mermo. No es eso, es sólo una observación."

Oliverio Juan

viernes, 5 de junio de 2009

¿Por qué Albergue Warnes?

El albergue Warnes estaba formado por dos grandes edificios semiconstruidos sobre la calle Warnes en su intersección con la avenida Chorroarín, justo enfrente del hospital Alvear, en la ciudad de Buenos Aires.

Formaba parte de las obras del segundo gobierno de Perón y estaban destinados a sendos hospitales. Uno de ellos iba a estar dedicado exclusivamente a la atención de niños, era pues el nuevo Hospital de Niños.

Cuando se desencadenó la autodenominada "Revolución Libertadora" se buscó hacer desaparecer toda traza de peronismo del país. Una de las formas de lograr esto fue la de interrumpir toda obra que pudiera identificarse con esa corriente política.

Los edificios fueron abandonados a su suerte que fue la del deterioro progresivo e inevitable.

En 1957, durante la noche de año nuevo, unos ranchos (así se llamaban las villas antes de llamarse villas), ubicados entre las calles Plaza y Melián, en el barrio de Saavedra, justo detrás de la fábrica Phillips, se incendiaron dejando a algunos centenares (o miles) de personas en la calle. Felizmente, dios aprieta pero no ahorca, era verano.

Mientras se providenciaba un destino mejor, estas personas fueron alojadas en uno de los edificios referidos. A partir de ese momento el lugar comenzó a llamarse, más descriptiva que nominativamente, Albergue Warnes.

Personalmente tuve el privilegio de morar allí entre los siete y los ocho años, viviendo intensas aventuras y vicisitudes y guardando los más apreciados recuerdos y nostalgias.

Debo reconocer que mi juicio en aquella época era muy poco fiable ya que no sólo apreciaba ese lugar sino que tenía otras aficiones de dudoso gusto como, por ejemplo, comer cebollas hervidas en grandes trozos, bocado al que le encontraba un sabor indescriptiblemente agradable. Años después esa afición me parecía un hecho inexplicable y casi aberrante.

Dejando estas mojigangas a un lado, el caso es que alrededor de 1996 escribí un relato/cuento con el tema. No es gran cosa, pero me gusta el título. Estuve muchas veces tentado de modificarlo con el afán de mejorarlo, pero algo me detuvo, tal vez era inmejorable.

"Albergue Warnes, nostalgia en dos tiempos

No era el mediodía pues estaba almorzando tardíamente. El aparato de televisión estaba encendido y en la pantalla se veía una especie de edificio, apenas recortado sobre el fondo gris plomo de una tarde sin perfil ni destino. Había una multitud congregada.

Tenía nueve o diez pisos, pero luz eléctrica había sólo hasta el sexto. Todos sabíamos que más allá de ese punto, era peligroso. Nosotros vivíamos en el tercero. Teníamos medio piso casi para nosotros solos.

Lo que más me gustaba era esa suerte de balcón inmenso que parecía un mirador desde el que se divisaba la montaña de piedras de arena ahí, abajo; la estación Arata, a lo lejos, y la agronomía.
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El locutor ponía cierto dramatismo que, en un primer momento, no alcancé a entender. Después la transmisión se hizo más técnica con las entrevistas a los expertos en explosivos quienes describían, con cierta indiferencia y seriedad burocrática, las técnicas implosivas, con detalles acerca de posición y disposición del material y otras cuestiones de menor interés.

Había algunas apariciones de espontáneos que daban sus testimonios, por lo general elogiosos con respecto a lo que allí se estaba tramando y críticos hacia alguna otra cosa.

En la planta baja había una escuela, la mejor que conocí, o la que fue más mi escuela. Cursaba el primero superior (así se llamaba el segundo grado en esa época), y estaba enamorado de una compañera con la que compartía el sandwich de dulce que me daba mi madre todos los días.

Aparte del colegio, lo que más me gustaba era el sótano, oscuro y lleno de historias atemorizantes y la montaña de piedras de arena, con una inagotable provisión de proyectiles para las hondas. Era realmente lindo, podíamos pasarnos horas tiroteándonos con las mejores piedras de arena que se podían conseguir en todo el barrio de La Paternal. A veces los recaudos que tomábamos nos impedían ver a los contrincantes y, mucho más, apuntarles. En fin, la prudencia nunca fue amiga de la diversión, pero por otro lado sabíamos que si se producía algún incidente más o menos grave, esto atraería la atención de los mayores quienes nos impondrían la paz a fuerza de palizas. A todos nos gustaba demasiado la guerrilla, así la llamábamos, como para ponerla en peligro porque algún descuidado ligara un hondazo en un ojo.

La mayoría de las personas que estaban presentes habían ido a ver un hecho de dimensiones históricas, esperado durante décadas. Por fin terminaría tanta “ignominia”, tanta “atrocidad”. Esa palabra y otras similares abundaban para describir los horrores representados en esos dos edificios grises e inacabados que, por sobre todas las cosas, habían generado una fuerte desvalorización en las propiedades de la zona.

En cierta ocasión, pasé sin prestar atención cerca de las hamacas que había en la parte que, seguramente, estaba destinada a estacionamiento, y una de ellas me golpeó en la cabeza. Me cruzaron al Alvear donde estuve un par de días, o algo así, inconsciente.

Mi madre estaba muy preocupada, realmente, muy preocupada. No recuerdo a mi padre o a mi hermana en esa situación. Lo primero que recordé cuando desperté fue el trozo de turrón turco que me dirigía a comprar en el precario quiosco, en el momento en que ocurrió el accidente. También comprendí que si alguien estuvo atento en esa circunstancia, ese alguien debió haberse quedado con mi moneda de veinte centavos.

Se le pidió a la gente que se alejara un poco para evitar cualquier riesgo eventual, aunque teórico, porque la operación estaba organizada por gente que tenía mucha experiencia en el tema. El entusiasmo y el temor de perder algún detalle hizo que la gente no retrocediera ni un centímetro. Ya comenzaban los retrasos y la operación, planeada impecablemente, mostraba algunas dejadeces más cercanas a nuestro sentir.

Mi madre y mi abuela mantenían siempre limpias y perfumadas las habitaciones que ocupábamos. Especialmente mi madre tenía una especie de obsesión por perfumar. Rociaba botellas de agua de colonia por todos los rincones de las habitaciones. (¡Eso significaba eau de cologne: agua de colonia!)

En el cuarto piso vivía un amigo que tenía alrededor de cincuenta soldaditos de plomo. Siempre creí que él era rico. El día que me mostró su colección de revistas mejicanas, experimenté con crudeza la diferencia que implican las diferencias sociales.

Una vez por semana mi padre compraba una pequeña revista de historietas de forma apaisada y escasas páginas. Se llamaba, si no recuerdo mal, Rayo Rojo. Las historias que aparecían allí me impresionaban con climas que no logro identificar, pero que tenían algo que ver con lo mítico, lo legendario y lo trágico, interesante mezcla para bien afrontar la vida.

Una de esas historias me impresionó en grado sumo. La recuerdo vivamente hasta el día de hoy: un científico inventaba un dispositivo antigravitatorio singularísimo, no tenía ningún mecanismo, era una especie de barquilla que simplemente volaba. Todos los malvados querían tener el secreto y en su afán de lograrlo hirieron gravemente al inventor, éste logro llegar a su vehículo y allí murió mientras el aparato comenzaba a subir y subir hasta perderse en la altura. Una poderosa sensación de ironía y paradoja me hirió para siempre. Eso y la música de “Jinetes en el cielo”, radio mediante, incitaron mi imaginación infantil hacia no sé donde.

Ya se notaba que el locutor trataba de rellenar con cualquier irrelevancia el tiempo de emisión y el hecho central no se producía. Evidentemente, el obstáculo era la muchedumbre que no se emplazaba más allá, o más acá, del límite de seguridad. Se hacían patéticas apelaciones a la cordura. Los conductores televisivos hacían llamadas a la gente para que se ubique detrás de las barreras, cosa que tenía su costado ridículo ya que lo hacían hacia cámaras, con lo cual se enteraban los televidentes que, obviamente, no estaban allí. Pero en fin, tenían que llenar con algo, no había mucha acción. Además, no creo que nadie haya notado el detalle ya que, por lo general, nadie nota el detalle.

Mi madre se enfermo de meningitis. Pasaba la mayor parte del tiempo inconsciente. Yo iba al colegio todas las mañanas y cuando volvía me sentaba en su cama. En el piso de concreto había un agujero por el que se veía la habitación de abajo. Miraba pero no curioseaba, era simplemente un aro de luz que me llamaba los ojos. Entretanto establecía prolongados diálogos con dios. Diálogos conminatorios, exigentes, amenazadores y por momentos, fingidamente humildes. Dios No respondía, mi madre empeoraba y sin que nadie lo hubiera dicho, sabía que no había muchas esperanzas. Mi abuela no perdía el tiempo con dios, ella confiaba en la virgen. Por mi parte, corté relaciones con el cielo y decidí, es una forma de decir, estar triste y mirar (tristemente), por el agujero del piso. Parece que el ritual de la tristeza funcionó porque mi madre sanó. Aunque mi abuela adjudicó todos los laureles a su virgen. Ella, en ese sentido, era dueña de una contundencia de efectos envidiable. El día anterior a que mi madre recobrara el conocimiento y comenzara su recuperación ella dijo haber visto a la virgen a los pies de su cama (para colmo de males, sonriéndole). Si bien confesó que en principio tuvo un poco de aprehensión ya que interpretó que la virgen venía a dar a mi madre la bienvenida al más allá, cuando mi madre mostró signos de recuperación, se encargó de publicitar adecuadamente los méritos curativos de su “virgencita”. Yo, si bien le tenía más fe a mis propias técnicas, me callé, no por temor sino para no ofender particularidades religiosas .

Toda esa situación hizo tambalear mi fe en dios, y ya desde entonces quedó en tela de juicio. Me permití insolencias y desplantes sin recibir, por ello, ningún castigo. En lo profundo, sospechaba que dios guardaba silencio, reservándose para una mejor ocasión. Creo que esperaba más de su venganza que de su misericordia.

Con el tiempo estas disputas fueron quedando en el olvido, pero desde entonces nos miramos a la distancia y con cierta desconfianza. Algunas veces cuestioné su sustancia o la naturaleza de su devenir. El no hizo mayor caso a tales consideraciones, seguramente por provenir de un ser cuya experiencia se desarrollaba en menos de veintidos mil dimensiones.

Nunca me gustaron los agrandados. Ni los que despliegan su agrande con la pelota de fútbol (siempre destinatarios de mis mejores planchazos), ni los que se hacen los vivos cuando ganan (y son insoportablemente llorones cuando pierden), ni ningún otro, aunque sea el agrandado universal.

Por fin, parece que la gente entró en razones y, en parte, se puso a resguardo. Se hizo un silencio y de repente uno de los edificios comenzó a descender como si se hundiera en la tierra acompañado por una serie de estrépitos. La sensación de lento hundimiento duró sólo unos instantes porque inmediatamente la víctima respondió con una inmensa nube de polvo que amenazó con cubrirlo todo. La estampida fue fenomenal. Casi la festejé con un corto aplauso reprimido. Era la última bravata de un villano, y las buenas gentes, con su cobardía a cuestas, huía sin dignidad ni recato. Eso sí, justo es reconocerlo, lo hacia con bastante desorden y premura.

En realidad el lugar no era muy conveniente para vivir. Había mucha basura, hediondeces no identificadas y, según relataban leyendas y estadísticas informales, se habían producido buena cantidad de asesinatos en dos años. La mayoría de ellos arrojando al interesado por el hueco del montacargas o por el balcón central, lugares que no proporcionaban la menor seguridad. Pero hasta en las peores situaciones la rutina establece su naturalidad y uno vive un mundo grotesco como el único mundo posible.

A pesar de todo, el día que nos mudamos, miré las habitaciones vacías, el balcón panorámico con su hermosa vista y creó que sentí una especie de premonición de la nostalgia que iba a experimentar una eternidad de años después.

¡Qué hermosas eran las habitaciones vacías, las partidas, las nostalgias anticipadas, la sensación de camino que se pierde en un futuro abierto, lejano, legendario!.

Un mundo me esperaba con sus promesas y el futuro era una gran luz que cubría el horizonte.

Cuando vi la montaña de escombros a través de esa ventana a la irrealidad, una cierta conmoción me invadió irrespetuosamente. Iba a llorar, pero no sabía bien en honor a qué y esas ignorancias, ahora que soy adulto, me inhiben la pasión.

Es paradójico imaginarse como un exiliado en el infierno y después, al abandonarlo, añorar ese infierno.

Por cierto que el concepto de infierno es bastante opinable. Además, en proporciones adecuadas, unas gotas de semejante pócima pueden ofrecer una experiencia en verdad interesante. Tal vez monstruosa pero, con certeza, no aburrida. Además, si se tiene un destino, ¿qué importa de dónde se viene?. Y si no se tiene un destino, ¿qué importa de dónde se viene o proviene?

El tema quedó allí, probablemente, rumiándose a sí mismo..."

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