El caso es que los vecinos protestaron vehementemente porque el sistema de desagüe del complejo se desbordó hacia el barrio de casitas que se extiende oculto tras del templo del consumo y adónde, les guste o no a los habitantes de las inmediaciones, ellos viven.
Como hace un tiempo soy víctima de la casualidad, casualmente tengo archivado un relato llamado casualmente "Barrio Mitre" (el primer casualmente se refiere a lo de "archivado" y el segundo al nombre del relato).
No es bueno hacer gracia de la desgracia ajena así que no ensayaré ninguna broma de dudoso gusto, ni sarcasmos postmodernos, ni ironías decadentes, ni boutades propias de personajes inaguantables. Para equilibrar la balanza tampoco voy a ponerme serio y a hacer comentarios paternalistas, ni voy a decir "pobre gente" ni "que terrible".
"Barrio Mitre
Durante
muchos años me persiguió el número 324. Es decir, lo veía por
todas partes, al abrir algún libro, en una patente de automovil, en
una dirección, en los más variados objetos y manifestaciones el
número estaba allí. Seguramente habría otros, muchos otros, pero
del número que me percataba era de ese, el 324. Cuando me dí cuenta
de que ya no reparaba más en él di por sentado que algo había
cambiado en mi vida o que algo se había trasladado a zonas más
oscuras de mi memoria, que puede ser más o menos lo mismo.
Casi
dos años habían pasado desde que se incendiaron los ranchos de la
calle Plaza, en Saavedra. La estadía en el albergue Warnes era
divertida pero corrían rumores de que tendríamos que volver a
nuestra residencia original.
La
idea no me sonaba bien, el último recuerdo que tenía del lugar era
el de la destrucción por el fuego y el de la pérdida de casi todas
las cosas (cositas) que teníamos. Pero en esos tiempos no se
estilaba dar muchas explicaciones ni pedir consejos a los niños, y
menos a los que no sobrepasaban los ocho años.
La
memoria de la infancia suele contener mucho clima pero los datos
acostumbran a ser poco fiables y fragmentarios. Por esa razón debe
ser que no recuerdo el día de la partida del albergue; no recuerdo,
por ejemplo, cómo hicimos para bajar desde el tercer piso las cosas
que habíamos acumulado en dos años; tampoco recuerdo cual fue el
medio de transporte que utilizamos, aunque casi con certeza se
trataría de algún camión destartalado o carrindanga similar.
Sí
recuerdo con claridad el momento en que entramos a la casita que nos
habían asignado. Era igual que las demás en cuanto a apariencia,
aunque había algunas que eran de mayor dimensión, destinadas a las
familias más numerosas. Yo formaba parte de una familia tipo, por lo
menos en aquellos años, que estaba conformada, como corresponde, por
padre, madre y dos niños, una mujer y un varón, por lo tanto
nuestra casa era de las más pequeñas.
La
casa era, a mis ojos, impactantemente hermosa, tenía dos cuartos,
baño, cocina-comedor, patio y jardín, mejor dicho, espacio para
jardín. Los pisos eran enteramente de baldosas color bordó y en el
comedor una mesa, de un material cuya composición nunca pude
discernir (tal vez fuera cemento blanco o algo así), estaba fijada
al piso y sus patas (dos paralelepípedos macizos) parecían de
cemento armado. Este elemento fue el primero que sufrió
modificaciones ya que a mis padres no les gustaba y, con mucho
esfuerzo, martillos y cortafríos, la sacaron del su lugar y la
destinaron al patio, debajo de un palán-palán, planta
preferida por los colibríes (picaflores, que le dicen).
La
nueva habitación no era gratis como el albergue, había que pagar
una cuota mensual durante mucho tiempo, hasta que se cubriera el
valor y se estuviera en condiciones de escriturar. Aunque un detalle
en su denominación provocaba cierta zozobra entre los que nos
dejábamos impresionar por los significados de las palabras. El
barrio se llamaba, creo recordar, "Barrio de Emergencia Presidente
Mitre", y lo de “emergencia” siempre puso en el plano de la
incógnita cuál sería el real propósito del complejo, por lo menos
para la sensibilidad de niño preocupado que las circunstancias
habían tallado en mi carácter.
El
conjunto formaba parte de un plan de viviendas populares impulsado, a
través del banco Hipotecario, por el gobierno de Frondizi, más
precisamente por su ministro de economía, el proto neoliberal
Alsogaray. Se trataba de exactamente 324 casas que conformaban un
pequeño barrio atravesado longitudinalmente por una calle y dividido
en cuatro agrupaciones separadas transversalmente por espacios verdes
y veredas angostas.
Estaba
limitado por la calles Plaza, contra las vías del ferrocarril Mitre,
Melián que conectaba con el resto del barrio de Saavedra, Correa y
Arias.
En
el lado de la calle Correa se extendía un gran terreno baldío sobre el cual
no se demoró mucho en diseñar una cancha de fútbol de una
extensión, para mi carrera, interminable. Este campo de juego nunca
albergó una sola brizna de pasto.
Por
el lado, que daba a la calle Arias, se extendía otro terreno vacío que
siempre estuvo a salvo de toda iniciativa constructiva. Era el destino
de las cargas de camiones con tierra cuyo origen ignorábamos por
completo y sobre el cual nunca escuché preguntar a nadie. Ni a mí,
que era bastante curioso, se me ocurrió preguntar de donde venían
esos camiones que descargaban tierra. Probablemente no me interesaba
por la fascinación que me producía el hecho de que el lugar se
estuviera transformando en zona montañosa. En sus elevaciones, en
ciertas temporadas que empezaban por motivos bastantes misteriosos,
desarrollábamos, con más entusiasmo que efectividad, una intensa
guerrilla a hondazos contra los de la calle Pinto, adversarios a los
que nunca vimos a menos de sesenta o setenta metros y con los cuales pasábamos
semanas en intercambio de proyectiles.
Estos
escarceos bélicos solían terminar en el momento en que se producía
alguna lesión grave, generalmente cuando algunos sustituían las
hondas por rifles de aire comprimido y algún imprudente se llevaba
un balinazo en la cara y se iba llorando a quejarse con su mamá.
La
vida social infantil estaba rígidamente pautada. Una parte del día
consistía en ir al colegio, otra en jugar a la pelota, otra a las
figuritas, a la bolita y así siguiendo.
El
año, por su parte tenía temporadas; la de guerrillas, mencionada
anteriormente, la de luchas de romanos, la de peleas con venenitos,
la de explosiones con bulones de ferrocarril, la de las fiestas de
fin de año, la de carnaval, etcétera. Todas tenían en común que
eran casi obligatorias, aunque no en el sentido de que hubiera algún
tipo de sanción si no se participaba, a menos que se considere como
tal a la soledad, al aislamiento y al aburrimiento.
Había
una temporada que particularmente odiaba y temía, la de las fogatas.
No es que no me gustara apilar ramas de arboles podados y prenderles
fuego en la noche de San Pedro y San Pablo. El problema es que había
un niño de nombre Miguelito que solía realizar ejecuciones sumarias
durante estos días. Generalmente utilizaba pajaritos para expresar
sus impulsos criminales pero cierta vez se apareció con una bolsa
donde se movía algo; eran unos gatitos recién nacidos que después
que encendimos el fuego y nos hubimos sentado alrededor él, con
decisión y firmeza, cortó en varios pedazos con una hachuela en
medio de una risotada feroz e inexplicable. Todos los demás, con la
sangre helada en las venas, respondimos con una risa alocada que, en
algunos, amenazaba con terminar en llanto.
Yo
le tenía miedo a Miguelito pero me sentía un poco a salvo porque
era primo de mi mejor amigo. Aun así había que ser precavido y la
mejor manera de hacerlo era no contradecirlo en nada. Felizmente él
no inducía a nadie a seguirlo en sus tropelías ni a emularlo, lo
suyo era el exhibicionismo. Durante muchos años, cuando crecimos,
esperé verlo en la portada de algún diario sensacionalista como
protagonista de alguna matanza espantosa, pero eso nunca sucedió.
Otra
de las temporadas desagradables era la de inundaciones. Sucedía en
invierno y como consecuencia del viento del sudeste. En las cercanías
corría un arroyo entubado, creo que debajo de la calle Ruiz
Huidobro. El caso es que en junio solían desatarse unas tormentas
que lo desbordaban e inundaban la mayor parte del barrio que,
aparentemente, estaba en una depresión del terreno.
El
agua subía bastante, tanto como para llegarme, a los ocho años, a
la altura de la cintura. Esto nos obligaba a dejar la casa e ir a una
zona más alta para no sufrir la mojazón en medio de un clima tan
destemplado, por decir menos.
La
casa de mi abuela, dentro del mismo barrio, estaba situada en la zona
alta y no sufría el efecto del desborde. Siempre recuerdo que cuando
llegaba a su casa la primer sensación que experimentaba era el
“calorcito” del piso de baldosas en los pies. Tan intenso era el
frío que experimentaba sin advertirlo que al llegar a un frío
normal este se parecía al calor. Eso con el tiempo me dio mucho que
pensar pero no saqué muchas conclusiones más allá de que el frío
es relativo.
Siempre
me pareció algo muy misterioso y significativo que el barrio
estuviera constituido por 324 casas y que justamente a nosotros nos
tocara la número 324. No sabía si era porque fuimos los últimos en
ser asignados, cosa que revelaría un especie de suerte ya que según
esto habíamos estado apunto de ser excluidos, o porque estábamos
destinados a ser los primeros en salir hacia un mejor rumbo en la
vida, cosa que estaba simbolizada para nuestra familia en el día que
pudiéramos tener una casa no sólo nuestra sino una casa como todo
el mundo, pero no del nuestro sino del otro, ese en el que nunca
habíamos estado.
Por
mi parte, demostrando ya a esa corta edad un realismo y una sensatez
envidiable, sólo quería tener un cuarto para mí solo, objetivo que
logré recién a los 25 años, después de divorciarme (en realidad
separarme, el divorcio todavía no existía).
Mucha
gente, cuando se va del barrio de la infancia, más cuando ha sido un
barrio pobre o cosa parecida, suele tener accesos de nostalgia que la
impulsa a retornar a los lugares de aquellos recuerdos. No es mi
caso, sin embargo muchas veces, cuando cae un temporal sobre la
ciudad me pregunto si ya se habrá solucionado el tema del arroyo y
su desborde después de casi cuarenta años y, si bien no lo
corroboré, estoy seguro de que no. Para cosas carentes de prioridad
ninguna espera es realmente larga, además, como claramente quedó
probado, el frío es relativo y más en verano.
Y
además de los ademases tampoco era para tanto; la pobreza digo. Los
pobres teníamos una cierta facilidad para el acostumbramiento,
después de todo, como decían Ortega y Gasset (chiste obligatorio), hay
algo que todos hacemos y es nuestra propia vida, la hacemos, digo yo
(o tal vez él), con las circunstancias que encontramos y la hacemos
como podemos. A lo único que es difícil acostumbrarse es a cierta
discriminación, a cierta mirada desde una superioridad que no se
sabe de donde viene y a qué va. A ese desacostumbramiento algunos
discriminadores le llaman resentimiento social o cosa parecida, pero
con eso no hay nada que hacer, es la cobardía del injusto que no
puede serlo a rajatabla y que necesita naturalizar al discriminado
para sentirse justificado.
Pero
bueno, tampoco es cuestión de empezar una reivindicación social a
partir de un par de dudosos y confusos recuerdos infantiles...
Orang Miskin"