martes, 11 de diciembre de 2012

Barrio Mitre y el Dot

Hace unos días otro temporal, de esos que abundan últimamente en Buenos Aires, puso en la mirada pública (esa que se publica) la situación que suscitaron algunos vecinos del barrio Mitre, en Saavedra, perjudicados por algunos errores de cálculo por parte de los constructores del shopping Dot (el más grande no sé si de acá o de algún otro lado también).

El caso es que los vecinos protestaron vehementemente porque el sistema de desagüe del complejo se desbordó hacia el barrio de casitas que se extiende oculto tras del templo del consumo y adónde, les guste o no a los habitantes de las inmediaciones, ellos viven.

Como hace un tiempo soy víctima de la casualidad, casualmente tengo archivado un relato llamado casualmente "Barrio Mitre" (el primer casualmente se refiere a lo de "archivado" y el segundo al nombre del relato).

No es bueno hacer gracia de la desgracia ajena así que no ensayaré ninguna broma de dudoso gusto, ni sarcasmos postmodernos, ni ironías decadentes, ni boutades propias de personajes inaguantables. Para equilibrar la balanza tampoco voy a ponerme serio y a hacer comentarios paternalistas, ni voy a decir "pobre gente" ni "que terrible".


"Barrio Mitre

Durante muchos años me persiguió el número 324. Es decir, lo veía por todas partes, al abrir algún libro, en una patente de automovil, en una dirección, en los más variados objetos y manifestaciones el número estaba allí. Seguramente habría otros, muchos otros, pero del número que me percataba era de ese, el 324. Cuando me dí cuenta de que ya no reparaba más en él di por sentado que algo había cambiado en mi vida o que algo se había trasladado a zonas más oscuras de mi memoria, que puede ser más o menos lo mismo.

Casi dos años habían pasado desde que se incendiaron los ranchos de la calle Plaza, en Saavedra. La estadía en el albergue Warnes era divertida pero corrían rumores de que tendríamos que volver a nuestra residencia original.

La idea no me sonaba bien, el último recuerdo que tenía del lugar era el de la destrucción por el fuego y el de la pérdida de casi todas las cosas (cositas) que teníamos. Pero en esos tiempos no se estilaba dar muchas explicaciones ni pedir consejos a los niños, y menos a los que no sobrepasaban los ocho años.

La memoria de la infancia suele contener mucho clima pero los datos acostumbran a ser poco fiables y fragmentarios. Por esa razón debe ser que no recuerdo el día de la partida del albergue; no recuerdo, por ejemplo, cómo hicimos para bajar desde el tercer piso las cosas que habíamos acumulado en dos años; tampoco recuerdo cual fue el medio de transporte que utilizamos, aunque casi con certeza se trataría de algún camión destartalado o carrindanga similar.

Sí recuerdo con claridad el momento en que entramos a la casita que nos habían asignado. Era igual que las demás en cuanto a apariencia, aunque había algunas que eran de mayor dimensión, destinadas a las familias más numerosas. Yo formaba parte de una familia tipo, por lo menos en aquellos años, que estaba conformada, como corresponde, por padre, madre y dos niños, una mujer y un varón, por lo tanto nuestra casa era de las más pequeñas.

La casa era, a mis ojos, impactantemente hermosa, tenía dos cuartos, baño, cocina-comedor, patio y jardín, mejor dicho, espacio para jardín. Los pisos eran enteramente de baldosas color bordó y en el comedor una mesa, de un material cuya composición nunca pude discernir (tal vez fuera cemento blanco o algo así), estaba fijada al piso y sus patas (dos paralelepípedos macizos) parecían de cemento armado. Este elemento fue el primero que sufrió modificaciones ya que a mis padres no les gustaba y, con mucho esfuerzo, martillos y cortafríos, la sacaron del su lugar y la destinaron al patio, debajo de un palán-palán, planta preferida por los colibríes (picaflores, que le dicen).

La nueva habitación no era gratis como el albergue, había que pagar una cuota mensual durante mucho tiempo, hasta que se cubriera el valor y se estuviera en condiciones de escriturar. Aunque un detalle en su denominación provocaba cierta zozobra entre los que nos dejábamos impresionar por los significados de las palabras. El barrio se llamaba, creo recordar, "Barrio de Emergencia Presidente Mitre", y lo de “emergencia” siempre puso en el plano de la incógnita cuál sería el real propósito del complejo, por lo menos para la sensibilidad de niño preocupado que las circunstancias habían tallado en mi carácter.

El conjunto formaba parte de un plan de viviendas populares impulsado, a través del banco Hipotecario, por el gobierno de Frondizi, más precisamente por su ministro de economía, el proto neoliberal Alsogaray. Se trataba de exactamente 324 casas que conformaban un pequeño barrio atravesado longitudinalmente por una calle y dividido en cuatro agrupaciones separadas transversalmente por espacios verdes y veredas angostas.

Estaba limitado por la calles Plaza, contra las vías del ferrocarril Mitre, Melián que conectaba con el resto del barrio de Saavedra, Correa y Arias.

En el lado de la calle Correa se extendía un gran terreno baldío sobre el cual no se demoró mucho en diseñar una cancha de fútbol de una extensión, para mi carrera, interminable. Este campo de juego nunca albergó una sola brizna de pasto.

Por el lado, que daba a la calle Arias, se extendía otro terreno vacío que siempre estuvo a salvo de toda iniciativa constructiva. Era el destino de las cargas de camiones con tierra cuyo origen ignorábamos por completo y sobre el cual nunca escuché preguntar a nadie. Ni a mí, que era bastante curioso, se me ocurrió preguntar de donde venían esos camiones que descargaban tierra. Probablemente no me interesaba por la fascinación que me producía el hecho de que el lugar se estuviera transformando en zona montañosa. En sus elevaciones, en ciertas temporadas que empezaban por motivos bastantes misteriosos, desarrollábamos, con más entusiasmo que efectividad, una intensa guerrilla a hondazos contra los de la calle Pinto, adversarios a los que nunca vimos a menos de sesenta o setenta metros y con los cuales pasábamos semanas en intercambio de proyectiles.

Estos escarceos bélicos solían terminar en el momento en que se producía alguna lesión grave, generalmente cuando algunos sustituían las hondas por rifles de aire comprimido y algún imprudente se llevaba un balinazo en la cara y se iba llorando a quejarse con su mamá.

La vida social infantil estaba rígidamente pautada. Una parte del día consistía en ir al colegio, otra en jugar a la pelota, otra a las figuritas, a la bolita y así siguiendo.

El año, por su parte tenía temporadas; la de guerrillas, mencionada anteriormente, la de luchas de romanos, la de peleas con venenitos, la de explosiones con bulones de ferrocarril, la de las fiestas de fin de año, la de carnaval, etcétera. Todas tenían en común que eran casi obligatorias, aunque no en el sentido de que hubiera algún tipo de sanción si no se participaba, a menos que se considere como tal a la soledad, al aislamiento y al aburrimiento.

Había una temporada que particularmente odiaba y temía, la de las fogatas. No es que no me gustara apilar ramas de arboles podados y prenderles fuego en la noche de San Pedro y San Pablo. El problema es que había un niño de nombre Miguelito que solía realizar ejecuciones sumarias durante estos días. Generalmente utilizaba pajaritos para expresar sus impulsos criminales pero cierta vez se apareció con una bolsa donde se movía algo; eran unos gatitos recién nacidos que después que encendimos el fuego y nos hubimos sentado alrededor él, con decisión y firmeza, cortó en varios pedazos con una hachuela en medio de una risotada feroz e inexplicable. Todos los demás, con la sangre helada en las venas, respondimos con una risa alocada que, en algunos, amenazaba con terminar en llanto.

Yo le tenía miedo a Miguelito pero me sentía un poco a salvo porque era primo de mi mejor amigo. Aun así había que ser precavido y la mejor manera de hacerlo era no contradecirlo en nada. Felizmente él no inducía a nadie a seguirlo en sus tropelías ni a emularlo, lo suyo era el exhibicionismo. Durante muchos años, cuando crecimos, esperé verlo en la portada de algún diario sensacionalista como protagonista de alguna matanza espantosa, pero eso nunca sucedió.

Otra de las temporadas desagradables era la de inundaciones. Sucedía en invierno y como consecuencia del viento del sudeste. En las cercanías corría un arroyo entubado, creo que debajo de la calle Ruiz Huidobro. El caso es que en junio solían desatarse unas tormentas que lo desbordaban e inundaban la mayor parte del barrio que, aparentemente, estaba en una depresión del terreno.

El agua subía bastante, tanto como para llegarme, a los ocho años, a la altura de la cintura. Esto nos obligaba a dejar la casa e ir a una zona más alta para no sufrir la mojazón en medio de un clima tan destemplado, por decir menos.

La casa de mi abuela, dentro del mismo barrio, estaba situada en la zona alta y no sufría el efecto del desborde. Siempre recuerdo que cuando llegaba a su casa la primer sensación que experimentaba era el “calorcito” del piso de baldosas en los pies. Tan intenso era el frío que experimentaba sin advertirlo que al llegar a un frío normal este se parecía al calor. Eso con el tiempo me dio mucho que pensar pero no saqué muchas conclusiones más allá de que el frío es relativo.

Siempre me pareció algo muy misterioso y significativo que el barrio estuviera constituido por 324 casas y que justamente a nosotros nos tocara la número 324. No sabía si era porque fuimos los últimos en ser asignados, cosa que revelaría un especie de suerte ya que según esto habíamos estado apunto de ser excluidos, o porque estábamos destinados a ser los primeros en salir hacia un mejor rumbo en la vida, cosa que estaba simbolizada para nuestra familia en el día que pudiéramos tener una casa no sólo nuestra sino una casa como todo el mundo, pero no del nuestro sino del otro, ese en el que nunca habíamos estado.

Por mi parte, demostrando ya a esa corta edad un realismo y una sensatez envidiable, sólo quería tener un cuarto para mí solo, objetivo que logré recién a los 25 años, después de divorciarme (en realidad separarme, el divorcio todavía no existía).

Mucha gente, cuando se va del barrio de la infancia, más cuando ha sido un barrio pobre o cosa parecida, suele tener accesos de nostalgia que la impulsa a retornar a los lugares de aquellos recuerdos. No es mi caso, sin embargo muchas veces, cuando cae un temporal sobre la ciudad me pregunto si ya se habrá solucionado el tema del arroyo y su desborde después de casi cuarenta años y, si bien no lo corroboré, estoy seguro de que no. Para cosas carentes de prioridad ninguna espera es realmente larga, además, como claramente quedó probado, el frío es relativo y más en verano.

Y además de los ademases tampoco era para tanto; la pobreza digo. Los pobres teníamos una cierta facilidad para el acostumbramiento, después de todo, como decían Ortega y Gasset (chiste obligatorio), hay algo que todos hacemos y es nuestra propia vida, la hacemos, digo yo (o tal vez él), con las circunstancias que encontramos y la hacemos como podemos. A lo único que es difícil acostumbrarse es a cierta discriminación, a cierta mirada desde una superioridad que no se sabe de donde viene y a qué va. A ese desacostumbramiento algunos discriminadores le llaman resentimiento social o cosa parecida, pero con eso no hay nada que hacer, es la cobardía del injusto que no puede serlo a rajatabla y que necesita naturalizar al discriminado para sentirse justificado.

Pero bueno, tampoco es cuestión de empezar una reivindicación social a partir de un par de dudosos y confusos recuerdos infantiles...

Orang Miskin"


miércoles, 5 de diciembre de 2012

Descubrimiento

Algunas personas creen que los descubrimientos deben ser originales, es decir, deben descubrirse cosas que nadie advirtió antes, o que si la advirtieron no se dieron cuenta y no la patentaron (caso descubrimiento de América).

Quienes piensan así tienen algo de razón, pero el requisito de originalidad es para quien desea algún lucro monetario exclusivo (y excluyente) o quien está detrás del prestigio fácil (es fácil tener prestigio con descubrimientos originales).

A salvo de las pretensiones antes descriptas experimenté una libertad insospechada, lo que me permitió hacer descubrimientos de temas y objetos ya descubiertos desde tiempos ancestrales por gente tan ancestral como esos tiempos. Esto alejó mi vista del hecho en sí, del objeto, y la dirigió a la experiencia en sí del hecho (ya me mareé). 

Y todo esto permitió que pudiera escribir las siguientes perogrulladas, allá por 1997, sin mayores autocríticas ni cuestionamientos.

"Respiración

No hace mucho, mientras viajaba en un ómnibus desde Córdoba a Buenos Aires, hice un descubrimiento que, en su momento, me pareció extraordinario.

Quiero compartirlo porque me parece que puede ser de cierta utilidad en algún terreno del quehacer humano. Espero que no sea el de la psiquiatría.

En un momento determinado advertí que respiraba. Advertí que yo respiraba.

Respirar es algo que vengo haciendo regularmente desde hace bastante tiempo por lo que puedo asegurar que tengo cierta experiencia en el asunto. Tal vez no tanto como otros que tienen más tiempo en esta cuestión pero lo suficiente como para que no se me considere un novato.

No se me escapa el hecho de que muchos antecesores, la mayoría de los cuales ya han cesado en este ejercicio, han hecho mucho en este campo por lo que no puedo considerarme un pionero, ni está en mi ánimo presentarme como precursor, visionario, profeta, anticipador o cosa por el estilo.

Sin embargo, yo descubrí que respiraba (y aún continúo haciéndolo).

Se podrá decir, con intención degradatoria, que puestos a descubrir obviedades podríamos continuar con el descubrimiento de la transpiración, el flujo sanguíneo, la ingestión de aceitunas, la percepción del color rojo y otras funciones similares o diversas.

Pero, insisto, yo descubrí que respiraba. Percibí con claridad que una pequeñísima porción de aire, elemento que me rodeaba por todos lados, ingresaba por mi nariz, se quedaba un tiempo en mis pulmones y luego era expulsada. Y así, rítmicamente, todo el tiempo, de modo constante.

Por un momento me pareció que había una cierta unidad entre lo que consideraba mi individualidad y todo lo que me rodeaba. Y me pareció bastante bien que hubiera suficiente aire alrededor para que yo pudiera continuar con esta práctica.

Sudarshan Kriya"