domingo, 2 de agosto de 2009

Enlaces temporales

El siguiente relato muestra y demuestra de modo irrefutable la discontinuidad del contiuum temporalis, mostrando y demostrando que a veces los hechos se enlazan saltando las barreras del tiempo y las culturas en un mare magnum de coincidencias significativas, convergencias asociativas y casualidades que vulneran y sacuden las leyes de la lógica formal, el tiempo secuencial y el espacio tridimensional.

En fin, que todo se torna muy cuántico y con eso está todo más que dicho.

"Tardes de domingo

Era una época difícil, los domingos, no quedaba más remedio, había que aceptar las entradas para el cine parroquial. Antes era necesario pasar por la misa, la confesión y una hostia que se pegaba al paladar. Hubiera sido muy fácil masticarla y engullirla sin mucho trámite, pero eso estaba encuadrado, difusamente, en la categoría de pecado bastante serio. La carne de Cristo podía ser tragada pero sin el procedimiento previo de masticarla. Ninguno de los niños se tomaba esto con mucho respeto pero ninguno se atrevía a infringir la norma y así la breve molestia debía ser superada con torpes movimientos de lengua.

Por la tarde, alrededor de las tres, comenzaba la función, bulliciosa por el lado de los niños y adusta por parte de los curas de la parroquia. Tal vez querían que nos divirtiéramos “sanamente” y nosotros estábamos con un ánimo festivo de otra índole. Las películas que proyectaban no colaboraban mucho, principalmente porque solían repetirse con frecuencia. Lo único que le ponía un poco de sabor al asunto eran los comentarios socarrones proferidos desde la oscuridad, acompañados por risotadas exageradas por parte de la concurrencia. Cuando las cosas entraban en el exceso, se encendían las luces y retornaba la calma.

Los curas, que no eran ningunos giles, pasaban unas películas divididas en cuarenta o cincuenta episodios, en los que el protagonista siempre se las arreglaba, al final, para encontrarse en inminente peligro de muerte. En ese instante el episodio terminaba y uno no atinaba a imaginar cómo iba a hacer para zafar esta vez e, inevitablemente había que volver el domingo siguiente para ver el desenlace. En el siguiente episodio, con un poco de trampa cinematográfica, el muchacho continuaba con sus hazañas. Y todos contentos y en complicidad con el engaño.

Cuando las cosas mejoraron nos vimos libres del cine parroquial. Ahora pasábamos las tardes de domingo en el cine Aesca que proyectaba tres películas, dibujos animados y el noticiario argentino. A veces íbamos mi hermana, mi abuela y yo, otras veces sólo yo (que era el mayor) y, ocasionalmente, toda la familia.

Cierto domingo no hubo tarde de cine porque, temprano en la mañana, partimos hacia un remoto paraje desconocido para mí. Mis padres acostumbraban a organizar unas expediciones cuyo fin nunca me quedó claro pero que tenían la característica de ser muy aburridas y cansadoras.

Esta vez fuimos a Pilar, mejor dicho, a una especie de paradero en el medio del campo cercano a esa ciudad. Allí iba a presentarse un personaje conocido como Tibor Gordon. Qué es lo que este señor hacia y porqué nos interesaba no me fue explicado. Por aquellos entonces los padres no tenían la costumbre de dar demasiadas explicaciones a los hijos, simplemente los cargaban junto al resto del equipaje y los hacían viajar de modo interminable.

Llegamos cerca del mediodía, caminamos por un camino de tierra acompañados por una pequeña multitud que, aparentemente, iba en nuestra misma dirección y motivada por el mismo interés. En algún momento de la caminata perdimos a mi abuela quien, luego de una breve búsqueda fue encontrada despatarrada en una zanja. Cómo había llegado a una situación tan incómoda y ridícula es algo que nunca fue esclarecido del todo.

Después de comer buena parte de lo que habíamos llevado para el almuerzo entramos a una especie de carpa de circo. Adentro había una gran cantidad de bancos de madera donde se sentaba la gente y un proscenio desde donde hablaba un hombre que recuerdo como corpulento, pero debe ser por asociación con su apellido. En realidad sólo recuerdo el ruido que producía un equipo de sonido bastante deficiente.

Aparentemente el personaje que fuimos a ver tenía capacidades curativas. No es que fuera médico, ni siquiera ostentaba un diploma de enfermero, pero de cualquier modo parece que su sola presencia tenía la propiedad de hacer desaparecer todo tipo de enfermedades.

Entre los miembros de mi familia no había ninguno que estuviera enfermo, más allá de algún resfrío pasajero o algún dolor de cabeza, producido más por alguna que otra preocupación económica que por cuestiones de salud. Seguramente se trataría de algún operativo de medicina preventiva pues, como decía mi abuela, era mejor curar en salud.

Más tarde visitamos un galpón situado al lado de la carpa, en él había una buena cantidad de heladeras y cocinas. Estos aparatos estaban benditos por el manosanta y podían ser adquiridos a plazos por los interesados. Así, aparte de la utilidad intrínseca, la de evitar enfermedades, podían usarse para cocinar o conservar alimentos, según el caso. Probablemente mis padres no estaban muy convencidos de los poderes del personaje o de su capacidad de transmitirselos a algún objeto, porque de hecho no compraron nada. También es probable que no hayan reunido las condiciones necesarias para obtener el crédito, porque una heladera, bendita o no, nos hubiera venido bastante bien.

Hacia el fin de la tarde retornamos junto con mucha otra gente. Tal vez recuerde las cosas con alguna distorsión, pero creo que volvimos en un tren de carga.

Algunas veces me pregunté quién podía haber sido el promotor de esa extraña expedición. La primera sospechosa era mi abuela, pero ella no tenía la voz decisiva en mi familia, ni siquiera era una persona que mostrara mucha iniciativa. Su influencia era silenciosa, su accionar modesto, alejado de la posibilidad de embarcarnos en aventuras de propósito incierto. No creo que mi padre, un poco agnóstico y más inclinado a pasar los domingos descansando y comiendo bien, haya propuesto una salida para ver un curandero. Esto deja, por descarte, un probable responsable, mi madre. Es posible que ella fuera la ocurrente, pero no sé muy bien qué motivos tendría. Tal vez solamente tomar un poco de sol y salir de la rutina. Estas cosas a veces se decidían motivadas en parte por el tedio y en parte porque sí.

Después volvimos, afortunadamente, a la mecánica habitual de los domingos, con los padres en casa y los niños en el cine, salvo alguna que otra incursión a la ribera de Quilmes o de Olivos, pero esto solamente en el verano.

Años después, supe de este Tibor Gordon, solía ser mencionado por algunos medios periodísticos junto con otros personajes a los cuales también se les atribuía la práctica de la medicina ilegal, con la diferencia que estos otros no ofrecían heladeras benditas. Solía ser mencionado junto con Silo y Tu Sam, ambos dedicados a cuestiones bastante alejadas del comercio de electrodomésticos. En fin, el periodismo no siempre se informa bien y cuando lo hace no siempre se siente obligado a transmitir al resto de los mortales tales informaciones.

Años después conocí a Silo y por cierto que no vendía heladeras. Tampoco, según me consta, era curandero, aunque alguna vez escuché el rumor de que un neurocirujano del interior lo consultaba cuando tenía algún caso complicado. Pero estas cosas son de difícil comprobación y muchas veces surgen de la imaginación de algún admirador un poco insatisfecho frente a capacidades un poco abstractas o no muy aptas para el paladar del show business.

No creo que gracias a aquel viaje a Pilar o gracias a Tibor Gordon haya conocido a Silo, pero lo que si es cierto es que cuando alguna vez llegó a mis manos un diario vespertino y los vi asociados en una breve noticia, me llamó la atención porque yo conocía a uno de ellos. Y así comencé a ponerle el ojo a cualquier referencia que apareciera sobre Silo, hasta finalmente llegar a conocerlo y escucharlo. En fin, como dice el refrán: “Dios escribe derecho con líneas bastante estrafalarias”. O algo así."

Gonzalo Quinteto

1 comentario:

  1. Muy bueno! Yo tenía este blog en mis favoritos, y por el título no pude inferir de quien era, jejejejje. Pensaba que era de alguno de los internos del Warnes (y me decía: la pucha, que bien escribe!)
    Y recién al final me iluminé :D Muy bueno!

    El refrán dice: "Dios escribe derecho con letra torcida" :-)

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