domingo, 21 de junio de 2009

Viaje a la Puna - Segunda parte

Tal como prometiera en la entrada "Viaje a la Puna", aquí va la segunda parte. A mi entender no está tan bien lograda como la primera, o está peor lograda, que no es lo mismo pero se le parece.

En ella se continúa con el recurso de atribuir extrañas experiencias a imprecisas influencias tóxicas de las que estaría (según fuentes habitualmente bien informadas) impregnado el ambiente.

Es claro que el expediente no da para más por lo que utilizarlo una tercera vez sería un exceso. Aunque, reflexionando brevemente, nos damos cuenta que muchas veces el éxito viene de la mano de la repetición de fórmulas, sean estas de elaboración propia o ajena. Tanto faz.

Segunda y última parte:

"Esa noche comió charqui, algo a lo que sus dientes no estaban muy acostumbrado. Le parecía estar comiendo cuero. Lo matizó con bastante chocolate que ya no tendría que racionar ya que su estancia en el lugar se había acortado. Decidió que, si retornaba, el viaje iba a estar incompleto, por lo que decidió continuar hacia Chile y después, si mantenía el propósito, a Perú, hasta Iquitos para emprender el Camel Trophy, la navegación en algún barquichuelo hasta Manaus, la tierra de los seringueiros y de la chatarra importada de Taiwan y Miami.

Manaus es una ciudad que carece absolutamente de interés para cualquier habitante promedio (si es que tal sujeto existe) de la ciudad de Buenos Aires. Probablemente, la mayoría de los habitantes de dicha ciudad desconozca por completo la existencia de esa ciudad y mucho menos su ubicación geográfica. Probablemente también, carezca de interés para la mayoría de los habitantes de este planeta. Sin embargo, se encuentra en el centro del estado de Amazonas, el que pasa por ser el pulmón del mundo, lo que le daría a esta ciudad la categoría de corazón o bazo del planeta, siguiendo esta analogía anatómica.

Manaus, en el siglo pasado, no pasaba de ser una villa de más de tres mil habitantes. Gracias al descubrimiento de grandes plantaciones naturales de seringueira o árbol del caucho (Hevea brasiliensis), y su aplicación para fabricar ruedas de bicicleta y posteriormente de automóviles (gracias al proceso de vulcanización, es decir, aplicación de vulcano, azufre), a fines del siglo pasado y principios del actual conoce una gran prosperidad que, con toda lógica, atrae a gran cantidad de buscas y familias enteras de trabajadores y gente anónima. Muchos de los buscas se enriquecieron, las familias de trabajadores y gente anónima, no. Esto duró un tiempo, hasta que surgieron lugares de plantación alternativos en otras áreas geográficas, en el sudeste de Asia. Esto derrumbó la economía local y lo que era lujo y joda corrida se transformó en una patética decadencia que ahuyentó tanto a los buscas como a las familias de trabajadores y gente anónima. El corazón, en medio de los pulmones, quedó al borde del infarto. Así permaneció vegetando, en concordancia con su entorno, por varias décadas, hasta que la dictadura instalada en el poder en la década del sesenta, seguramente motivada por intenso adoctrinamiento sobre cuestiones geopolíticas durante los años de párvulo en los colegios militares, impulsó un plan de reactivación mediante la creación de zonas francas, llenas de incentivos fiscales y otros privilegios que, como siempre pasa, nuevamente atrajo a gran cantidad de buscas y familias de trabajadores y gente anónima. Muchos de los buscas se enriquecieron, la gente clasificada en otras categorías, no.

A mediados del siglo pasado, cuando estaba vedada la navegación a banderas extranjeras o, mejor dicho, a barcos que las portaban y que codiciaban intensamente ese tránsito estimuladas como estaban por las diversas riquezas naturales de la zona, el barón de Mauá obtuvo el privilegio de instalar una línea fluvial que lo dotó de una riqueza mayor de la que ya tenía. En aquellos entonces Brasil era un imperio y los barones, título nobiliario preferido en la corte, tenían tantos beneficios que no les alcanzaban las manos para mantenerlos. Pero se las arreglaban. Después, cuando el imperio se transformó en república, los meridianos del privilegio cambiaron, pero no mucho.

¿Qué interés puede tener un periplo por un lugar tan exótico?

Es posible que, si uno es afortunado u oportuno, se pueda asistir a un nuevo desbande. Hoy en día Manaus cuenta con más de un millón y medio de habitantes, es una ciudad bastante grande. Debe ser interesante poder observar el espectáculo postmoderno de una ciudad fantasma de semejantes dimensiones. Después de todo la tendencia de la economía global es que desaparezcan estas zonas francas, los parques industriales incentivados y otros mecanismos similares. Lo único que podría salvar a esta ciudad en el mediano plazo es la transformación de la zona en una gran planicie dedicada al cultivo de la soja o a la cría de cebúes, con lo cual se produciría una gran mortandad de ecologistas, en diversas partes del mundo, agredidos por súbitos infartos y picos de presión que harían estallar diversas arterias cerebrales.

Se puede afirmar, con los ojos cerrados, que en Manaus, al igual que en cualquier otra ciudad, villa, poblado o aldea de Brasil, existe una avenida importante que se llama Brasil.

Estaba firmemente decidido, seguiría hasta Manaus y luego regresaría a Buenos Aires en avión. De pasada iba a hacer alguna visita a gente amiga en Sao Paulo.

“Ya se habrá desbandado el grupo?”. Se preguntó. Si así fuera, ¿cómo haría para reunirlo?. Guardaba la esperanza de que hubieran quedado suficientemente intrigados como para esperar un mes. Tal vez debió dar aviso, pero no hubiera tenido gracia. Las cosas estaban bien así, y es probable que a su regreso algunos miembros del grupo todavía permanecieran conectados.

Esperó la noche, por algún motivo que le daba pereza de discernir, en la oscuridad podía pensar mejor. En realidad, no es que pensara sino que la imaginación tendía a volar en espacios más amplios, donde se pierden las referencias de los objetos externos, o donde los objetos más llamativos adquirieran la apariencia de pálidas luces ubicadas a distancias imposibles de determinar.

Nuevamente, esa noche, se ubicó sobre su base de observación, es decir, esa roca sobre la que había instalado su mirador de la oscuridad. Ahora había una luna delgada que iluminaba menos que las estrellas, a pesar de eso había una claridad mayor, como si el cielo estuviera iluminado per se. Permaneció mirando la oscuridad sin intencionar pensamientos y sin tensar el arco interno hacia una búsqueda o una angustia o un interrogante vacío. Dejó su mente reposar o, en todo caso, vagar suavemente sin mayores encorsetamientos, procurando sólo estar sosegado.

Había en el aire más sonido, pequeños movimientos producidos tal vez por alguna alimaña en busca de alimento o por pequeñas brisas que alteraban la quietud de los matorrales. A corta distancia se escuchó el aletear de algún pájaro nocturno. Tal vez la fauna del lugar se estaba congregando alrededor del único polo de atención en la oscuridad indiferenciada, como era la tenue luz que salía de la carpa y que debería aparecer, a la distancia, como la unica farola en medio de un arrabal inhóspito.

Permaneció varias horas, cambiando su posición corporal de tanto en tanto, hasta casi quedar rendido por el sueño. Una cierta brisa había progresado hasta transformarse en un cuasi-viento que, en algunas ráfagas más fornidas, levantaba pequeñas nubes de polvo salado, y esto lo despertó un poco, menos por el frescor que por la molestia.

A lo lejos, un tren de luces comenzó a moverse lentamente. Y entregando su cerebro en un frasco a la segura nueva alucinación, lo siguió con la mirada por largo rato. Parecía no moverse del lugar. Recién cuando notó que comenzaba a acortarse se dió cuenta que no se estaba desplazando en horizontal sino que paulatinamente estaba tomando una dirección vertical. Se desperezó fuertemente y sintió crecer la curiosidad. Recordó la Noche de la Alucinación y estuvo a punto de girar en dirección opuesta y continuar contemplando la oscuridad, pero se sentía como “sin tensión interna”. Decidió entonces, determinar a qué distancia se encontraban los portadores de las luces, quiénes serían. ¿Se trataría de alguna procesión hecha a oscuras para reverenciar dioses olvidados? ¿Estarían estos dioses realmente olvidados o estaban, de alguna manera, prohibidos? ¿Se trataría de un aquelarre vernáculo? ¿O se trataría de esas curiosas ilusiones ópticas tan usuales en geografías que no ofrecen referencia por el exceso de luz o por su ausencia?

A los diez minutos estaba ya alejándose del campamento siguiendo la procesión de luces, linterna en mano. Caminó más de dos horas, notando como la hilera se empinaba y sin poder determinar a qué distancia se encontraba, ni si le alcanzaría la noche para acercarse a ella. Poco a poco el terreno se fue empinando hasta transformarse en un ascenso. Estaba ya transitando lo que seguramente era un sendero de montaña. Las luces se percibían más tenues. “No por la distancia”, pensó. Tal vez fuera porque el aire no estaba tan límpido a esa altura, quizás por la interferencia de una nube baja y tenue.

El sendero se fue angostando a medida que lo transitaba y se empezó a hacer sinuoso. Ya no se divisaba la procesión de luces y ya empezó a preguntarse si alguna vez la había visto o simplemente se trataba de la ilusión que provocaba una pelusa trabada en alguna pestaña, cerca de su ojo. Hacía muchísimos años, cuando era niño, vio en el horizonte lo que con certeza le parecia un cometa. Era casi la hora del crepúsculo y justo encima del horizonte se veía el trazo inequívoco de un cometa. Dio aviso a sus compañeros de juego, estaban jugando a la pelota, y ninguno de ellos veía nada. “Allá”. Señalaba él, y allá nadie veía nada. No quiso insistir porque todos estaban trabados en un partido muy intenso y no iban a tener mucha paciencia para ver algo que no se veía. El se recostó sobre el lateral derecho de la defensa, cerca del arquero y se dedicó a vigilar a su cometa. Justo cuando el sol estaba por desaparecer, dando por terminado el juego, advirtió que la cercanía de la oscuridad no le daba mayor relieve al fenómeno sino que éste iba empequeñeciendo ostensivamente. De pronto el ojo salto a una perspectiva más cercana y entonces se dio cuenta, casi avergonzado, que lo que el tomaba por el Halley era un simple reflejo del sol en una antena de TV situada a unos quince metros. Nunca más dijo: “Miren, miren”, viera lo que viera y se guardo sus visiones para sí. Nadie tomó nota de su engaño óptico, pero él sí tomo debida cuenta.

Paró en seco en medio del sendero y en medio de la noche y en medio del desierto y en medio de una pregunta: “Sigo o no sigo”. “No sigo”. Y, como de costumbre, siguió.

Estaba ya agotado, transpirado y sin mucho aliento cuando se topó con una especie de pared no muy alta, pero de suficiente envergadura como para hacerlo desistir. Caminó un intervalo para verificar la existencia de algún sendero ascendente. No lo encontró, pero en algunos lugares parecía que la subida podía ser más fácil. Escogió uno de esos sitios de ataque a la altura y comenzó a escalar. Serían unos diez metros de altura los que habría que vencer, pero en la oscuridad y en ese desierto y sin otro elemento que la linterna y sus buenos borceguíes, podía ser una intentona peligrosa.

Todo esto lo consideraba mientras continuaba escalando, hiriendo levemente las manos contra alguna roca un poco más filosa. Enfocó la linterna hacia abajo y por la distancia recorrida dedujo que estaba cerca de la cumbre. Faltarían a lo sumo un par de metros. Redobló el esfuerzo y rápidamente comprobó que estaba en lo cierto. Hizo pie en una especie de meseta de límites imprecisos, debido sobre todo a la oscuridad ambiente y al poco alcance de su linterna que ya mostraba signos de fatiga en las baterías.

Comenzó a caminar, iluminando en abanico a derecha e izquierda, la meseta mostraba un suelo extrañamente plano y despojado de vegetación. Aquí y allá reposaba alguna roca, con una apariencia casi artificial en su disposición. En efecto, parecía que habían sido puestas por manos humanas, quizas para dar referencia o, como diría algún arqueólogo, como “objetos de culto”. La meseta terminaba abruptamente contra una pared de roca oscura. Esta vez, bastante alta, tanto que al dirigir la linterna hacia la altura no se percibía su término. Esta pared sumaba artificio a la ya artificiosa meseta. Estaba como plantada, cortando sin establecer graduación el suelo plano de la meseta. El tipo de piedra parecía distinto o, por lo menos, su color lo era.

Caminó por un tiempo a lo largo de la pared hasta que descubrió una entrada y en ella una escalera ascendente tallada en la piedra. Miró hacia todos lados, venteó el aire para constatar la presencia de algún aroma delator. Buscaba alguna emanación gaseosa que, de origen absolutamente natural y sin intención de provocar nada en particular, produjera en los habitantes de la zona sean estos humanos, animales o vegetales, diversas percepciones alucinadas. Era absolutamente claro que no era posible encontrar en aquellos parajes escenarios tan singulares. No estaba en Creta ni estaba hace dos mil quinientos años, por lo tanto el mito, la leyenda y la fauna correspondiente no tenían lugar ni propósito.

Estaba a punto de emprender el retorno cuando de entre medio de la oscuridad surgió un hombre. Por un momento experimento un sobresalto atemorizado. Pero la actitud tranquila del sujeto lo tranquilizó a su vez. Era un hombre alto, vestido de calle, como si estuviera en medio de la ciudad, con una camisa blanca, un pantalón oscuro y zapatos también de ciudad. Era joven, o mejor, jovial, un poco moreno y de ojos grandes, vivaces e inquisitivos; en su boca se dibujaba una sonrisa amistosa.

“Buenas noches”. Saludó. Él respondió con la misma frase.

Él iba a preguntar si formaba parte de la procesión de luces, pero antes de que lo hiciera el hombre respondió: “No vi ninguna procesión”.

Marcos se quedó en silencio, sintiendo como algunos pelos de su nuca experimentaban el curioso ejercicio de empinarse.

“Usted es de por acá”, preguntó como para exorcisar el temor.

“Más o menos”. Respondió el desconocido y preguntó qué andaba haciendo por esos parajes.

Marcos explicó el asunto de la procesión y el descubrimiento de esa meseta tan extraña. El extraño le explicó que por esos parajes solían verse cosas raras, pero que lo mejor era no darle mucha importancia. Dijo que, como por acá no había mucho estímulo ni variedades de entretenimientos, la gente tenía la tendencia a hacer esas cosas y que, en el fondo, también eran entretenimientos, algunos más inocentes que otros.

Marcos quiso preguntar si esta meseta, esta pared y esta entrada con escalinata formaban parte de esos entretenimientos, pero el extraño continuó hablando, diciendo que esta construcción era muy antigua, probablemente levantada por los Incas o por algún otro pueblo precolombino. Aseguró, además, que los pocos nativos del lugar creían que esa escalinata conectaba con el cielo. Pero nunca nadie se había animado a confirmarlo porque, según decían las viejas y otros alcahuetes y chismosos, el que subía no bajaba más. En cierta época, algunos hippies, muy pocos, habían llegado hasta este lugar con la finalidad de comunicarse con alguna entidad de naturaleza poco clara. Como nunca más se los veía nuevamente, los pastores que apacentan sus rebaños por el área tomaban esto como una prueba irrefutable de las diversas leyendas que circulan. Lo más probable es que se hayan vuelto a sus ciudades decepcionados ante la falta de resultados. Usted sabe como es, por cada filosofo que se acerca a la verdad hay cien idiotas que la confunden con los refranes de la abuela y un loco que la transforma en paseo de moda. Remató el cuento quedándose en silencio.

Marcos miró hacia el cielo un poco incómodo. En los pocos días que llevaba en soledad ya se había acostumbrado a ella, pese a las nostalgias que de cuando en cuando lo atacaban. Pero no quería compañia, quería muchedumbres que, indudablemente, no es lo mismo.

¿Quiere subir?. Preguntó.

Estaba por negarse cuando el desconocido dio unos pasos hasta la entrada y comenzó a subir la escalinata. Con un cierto disgusto lo siguió en un ascenso cuya extensión desconocía.

Monótonamente subieron escalón por escalón. Debían ser unos cuantos cientos (¿o miles?), unos arriba de otros, unos debajo de otros. En un momento determinado se dio cuenta que ya le era imposible determinar si era mejor seguir subiendo o volver. El desconocido, cada tanto tiempo, lo animaba a seguir subiendo. Él se veía descansado y sin mayores ofuscaciones, mientras que Marcos transpiraba copiosamente y respiraba con dificultad.

Paró un momento para tomar aliento, apoyando sus manos sobre las rodillas. Luego se sentó en un escalón. El extraño le tendió una pequeña botella de agua mineral (¿de dónde la sacó?), la tomo con un poco de prevención y luego, sin dudar mucho, le quitó la tapa y bebió un largo sorbo. El agua estaba fresca y producía un enorme placer sentirla pasar por la garganta reseca. Cuando su sed comenzó a saciarse se dio cuenta que se estaba excediendo y después de secar la boca de la botella con la manga de su chaqueta, se la devolvió a su dueño. El extraño la tomó y bebió un breve sorbo. Hecho lo cual pregunto-afirmó: ¿Continuamos?.

Se incorporó y continuaron la marcha ascendente. Al cabo de unos minutos alcanzó a verse una abertura con un decorado de estrellas, estaban llegando al fin de la travesía.

Salieron a una explanada similar a que aquella de la que provenían, pero mucho mayor. Del mismo modo que la anterior, aquí también había una pared, pero esta era cien veces, mil veces, mayor que la anterior. Apuntó con su linterna a la altura y no pudo percibir su término, tampoco hacia los lados. Cuando se dio vuelta con la intención de preguntar qué era esto, vio que el desconocido ya no estaba. Estaba por llamarlo pero cayó en cuenta que no sabía su nombre y llamarlo a la voz de: ¡Extraño! ¡desconocido! Le parecía un poco bochornoso.

Caminó unos pasos recorriendo la pared mientras, imperceptiblemente, se fue produciendo una claridad no natural. No era que estuviera amaneciendo era que la pared se estaba mostrando y para eso utilizaba el sencillo expediente de iluminarse. No es que se encendieran luces ni cosas así, simplemente se hacía más visible iluminándose. Es difícil de explicar, para entenderlo hubiera sido necesario verlo.

Marcos se alejo unos metros para poder apreciar mejor la enorme pared hasta que pudo hacer entrar en su cabeza lo que estaba percibiendo. Lo que tenía como una inmesa pared no era sino una enorme puerta y más allá de donde esta terminaba se extendía un muro sin dimensión comparable. Detrás del muro se dejaba sentir una energía incalculable, un motor inmenso que producía un sonido cuya amplitud era de tal envergadura que era grave hasta lo imperceptible. Sólo a fines comparativos, podría decirse que un solo acorde de ese sonido era el telón de fondo para todos los sonidos del mundo.

De pronto lo atacó un silencio absoluto, el muro se quedó quieto (¿se había movido antes?) y luego la fortaleza-ciudad-templo le habló.

Cuando volvió a su campamento se quedó un largo tiempo pensando, quieto y sin pensamientos. El alba lo sorprendió envuelto en una sonrisa placentera y cómplice.

Al mediodía abandonó esos parajes para, seguramente, nunca más volver."

Ovidio Quillango

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