viernes, 12 de junio de 2009

Las consecuencias de las acciones

Durante un buen trecho de mi existencia registré lo que podría definirse como "acuerdo conmigo mismo".

No es que me tomara examen diariamente y me dijera, autosatisfecho, "¡qué bien!" o "¡qué grande sos!", ni nada por el estilo. Ese tiempo aún no había llegado y yo andaba por el mundo, el pequeño mundo que conocía, como si perteneciera a él desde la eternidad, confiado y a gusto.

Siempre hay algunos disgustos, pero nada serio, nada que cargara en mi conciencia como un lastre incómodo.

En realidad no es, estrictamente que estuviera de acuerdo conmigo mismo, sino que no había experimentado aún el desacuerdo y, por descarte tácito, el acuerdo es lo que remanía.

Esta situación idílica se extendió hasta cumplidos los ocho años de moradía en este planeta, año en el cual un infortunado suceso, sin mayor relevancia en su momento, fue el grado de desvío en esa trayectoria impoluta... y aquí me veis.

Estos acontecimientos fueron plasmados en un relato que contiene menos ficción de la que en algún momento hubiera deseado. Ahora han pasado décadas y, como todo el mundo sabe, las décadas pasan.

El relato tiene un título que sólo puede entenderse si se lee el contenido, por lo que no es aconsejable hacer deducciones estrafalarias sólo para evadir esta tarea.

Sin más:

"El Bicho

Ya lo sabía con una antelación de, por lo menos, diez minutos, la hora había llegado. Pero cuando la radio lanzó los acordes de un paso doble y, acto seguido, la publicidad de una fábrica de muebles, la certeza se hizo sufrimiento y el sufrimiento, resignación.

“Llegó la Hora de las Ofertas, auspiciada por Sadima Muebles. Tan, tararaan, tararan,tan, tan,tan, tan, tan...”

Todos los días era la misma rutina, llegadas las once de la mañana, comenzaba ese programa radial. La música que lo identificaba tenía la virtud de sumirme en una especie de vaga desazón. Anunciaba acontecimientos desagradables e inevitables, acontecimientos que se repetían casi diariamente, pero no por conocidos era menor el desagrado.

A partir de esa hora comenzaban los preparativos para ir al colegio. Un incómodo repaso higiénico a cuello y orejas, con una inevitable gota de agua cayendo por debajo de la camiseta de algodón, pantalones cortos, medias tres cuartos, zapatos con cordones, camisa blanca intensamente almidonada y, a modo de remate, una corbatita de tela escocesa o un moño azul.

Una vez concluido tan mortificantes acondicionamientos llegaba el momento de alimentarse. Primero una sopa humeante, después un churrasco con ensalada de tomates y, finalmente, una fruta o una combinación de queso y dulce de membrillos. Ponerse el guardapolvos y estirar el cuello para que el almidón no raspe demasiado. Sentirse definitivamente mal, no con un malestar del alma o del corazón, sino intensamente corporal.

Atravesábamos el parque como todos los días, de lunes a viernes, sábados y domingos no, lunes a viernes otra vez y uno que otro feriado salpicado por aquí y por allá. Todos los días íbamos juntos, el Nani, Pichón, Benítez, el Bicho, no-me-acuerdo-quien y yo.

La escuela no quedaba lejos, eran unas diez cuadras de caminata, pero ese tiempo era bien aprovechado. Un día -generalmente los lunes- estaba dedicado a la cargada futbolera, los otros días variaban, podían ser de empujones, de tomadas de punto, de burlas mutuas donde contaba mucho la velocidad en la respuesta para no quedar expuesto a un ridículo insanable.

Ese día estaba dedicado a la tomada de punto, operación que consistía en cuando uno “picaba”, es decir se “engranaba” con una broma y perdía la vertical interna, los demás se le abalanzaban hasta hacerlo puré, a punta de escarnios sin mucha gracia, pero acompañados de la risa más burlona que se pudiera sostener.

Hoy era mi turno, estaba más enojado que nunca con mi guardapolvo almidonado lo que me hizo reaccionar levemente fuera de tiempo y resulté elegido. Las cargadas llovían y yo las respondía como podía, tratando de responderlas rápido antes que bien. Es sabido que la velocidad es fundamental en este tipo de situaciones. No es necesario que la lógica de las respuestas sea muy estricta.

Benítez era el mayor y, por lo tanto, el más hablador, el más zumbón, el más pesado, el más temible, el más impune. El Bicho, el más chico, casi nunca decía nada y, generalmente, no recibía cargadas porque no engranaba, o no se animaba a responder.

Hoy era mi turno y el leit motiv era el “a que no te animás a...”. Uno tenía que animarse a cualquier cosa. En general, todo era de palabra, o uno era desafiado a hacer cosas que lo acercaran al ridículo o alguna situación de compromiso físico menor.

Benítez lanzó, con una inexplicable risotada, “a que no le pegás al Bicho”.
Y yo que “cómo no le voy a pegar”.
Y él que “dale, si le tenés miedo”.
“... Pero cómo voy a tenerle miedo al Bicho”.
“... Entonces por qué no le pegás?”.
”...”.

No sé de dónde salió, pero una mano voló rauda y estalló sonora en la mejilla del Bicho. Vi su expresión de sorpresa y también la mía cuando me di cuenta que la mano era mi mano.

En alguna parte, de difícil localización, unos peñascos de cristal se desmoronaron y algo en mí intentó, vanamente, impedir la caída. ¿Quién puede reconstruir un cristal?

El Bicho quedó petrificado, con la sorpresa tallada en su rostro, nosotros nos fuimos alejando lentamente, en silencio o, por lo menos, yo estaba en silencio. Él se quedó allí, mientras nosotros nos alejamos. Quedó allí, congeladito en aquel instante.

Ese día de escuela fue como una lejanía, todos mis sentidos continuaban atentos a la imagen del Bicho paralizado y mirándome sin comprender. La culpa pero, en mayor medida, una irremediable distorsión en la imagen de mí en un espejo interno, no me torturaban pero me impedían hacer pie en algún lugar firme.

A la tarde, cuando salimos de la escuela, volvimos a pasar por los mismos lugares. Todos miramos disimuladamente, él seguía allí, ahora tal vez un poco ofendido, pero ya era imposible volver atrás, el tiempo, dicen, creo, tiene una sola dirección y lo hecho, hecho está.

Todos los días, cuando íbamos al colegio, lo veíamos en la misma posición en que lo dejáramos. Ya nadie le daba importancia, salvo yo que no podía dejar de mirarlo. Allí estaba, enojado, ofendido, injuriado, sorprendido.

Pero un día la escuela terminó y el tiempo pasó y la memoria se borró, o se ocultó, o algo así.

Cierta vez, ya crecido, viajaba en el colectivo veinticinco hacia el barrio de Saavedra, cuando lo vi, inmóvil, en aquella antigua escena. Todo volvió a mi memoria montado en un relámpago. El Bicho todavía estaba en el lugar donde lo había golpeado. Antes de pensarlo, ya había bajado del ómnibus, caminé un par de cuadras hacia el lugar hasta quedar a unos metros de mi antiguo compañero de colegio. No podía creerlo, estaba igual que hacía tantos años. Me acerqué, lentamente, con una cierta aprehensión, hasta ubicarme frente a él, lo contemplé por un instante y le dije: “Bicho, perdoname”. Él no cambió su expresión y eso me desconcertó un poco, pensé que lo que él esperaba es que pidiera disculpas o alguna cosa similar. Volví a disculparme pero no hubo respuesta. Comenzaba a impacientarme, di unos pasos simulando irme, lo miré para verificar, pero él seguía impertérrito, obstinado, mirándome con aquella antigua sorpresa, con ese mismo enojo congelado en el ceño. Me volví, me quedé mirando el suelo por un momento y por fin le dije: “Bicho, dejate de embromar, ya sos grande”. Él descongeló su expresión y, medio sonriéndome, me dijo: “Tenés razón, se me hace tarde para llegar a la escuela”. Y mientras corría en dirección al colegio, gritó: “Chau, a la tarde vamos a jugar a la pelota”.

Suceden cosas extrañas en estos tiempos, ¡si el Bicho nunca jugaba a la pelota!"

Romualdo Van Dick

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