martes, 9 de junio de 2009

¡Ah, el amor!

Con todo lo que el amor ha influido en mi vida, esto no ha podido trascender hacia mis escritos. Si lo ha hecho fue en dosis moderadas y siempre en un encuadre que buscaba demostrar alguna hipotesis abstrusa.

Cualquiera que lee estas infidencias podrá pensar que en realidad lo que sucede es que la experiencia del amor me ha sido esquiva.

No quiero hacer ostentación pero la haré. La verdad merece un sacrificio que otro y así mi corazón quede expuesto a la diatriba pública debo hacer honor a ella.

No sólo mienten o se equivocan los que ponen en duda lo que afirmo, sino que se ponen en ridículo afirmando falacias sin sustento. Y para demostrarlo de modo incontestable acá va una lista que como muestra es mayor que un botón:

Aparte de esos amores que terminan en convivencia, facturas de luz y gas, pañales y otras cotidianeidades, tuve algunas relaciones que rayan lo arquetípico.

Para empezar, en pleno inicio adolescente, me enamoré de Rosalía, de la que llegué a estar, en el mejor momento, a una distancia menor de 20 metros. Esta experiencia duró un mes, deteriorada por una distancia, en metros, que no pudo ser superada, en parte por su timidez insanable que le impidió acercarse a mí o tal vez porque me confundió con una estatua, tal era el grado de mi parálisis. En todo caso el hecho no se mide por los resultados sino por la pasión contenida en el. Y puedo dar fe de que era mucha.

El segundo caso arquetípico, duró poco al extinguirse en una intensidad sin futuro. Se trataba de la protagonista de una película cuya belleza se potenciaba por tomas que explotaban sus mejores perfiles. Pronto me di cuenta que la diferencia de edad era un factor insalvable. Eran otros tiempos en los que factores hoy considerados sin importancia decidían los destinos de mucha gente.

Otra vez iba en el subte, ella me miró, yo la miré. Nos enamoramos sin cálculos ni concesiones y, sin palabras, nos juramos amor eterno. Estuve tentado de acortar el escaso par de metros que nos separaba, pero la sensatez me advirtió que faltaba menos de quince minutos para que cerrara la ferretería y si no bajaba ahora iba a pasar toda la noche escuchando el sonido del grifo. No hay amor que aguante una canilla que gotea, de modo que la miré con tristeza, en mi corazón se apretó un adios para siempre, y bajé del subte sin mirar atrás.

Por último, y hasta acá llegamos, me referiré al más simbólico de los eventos. Iba por la calle Florida y me detuve en un kiosko de diarios. Iba a comprar la sexta edición para leer los comentarios del partido cuando reparé en una pequeña revista de crucigramas. Desde ella me miraba Ella. No sólo era la mujer más hermosa que hubiera visto en mi vida sino que su mirada fue como el mítico flechazo que paraliza el tiempo.

Estuve profundamente enamorado de ella hasta que, desconsolado, me di cuenta de que, al no existir internet, no podría siquiera averiguar su nombre. Maldije con ganas el atraso tecnológico de ese tiempo.

Bien, a pesar de tanta pasión incontenible, es poco lo que escribí sobre este tema. Acá va algo como simbólico tributo:

"El amor súbito

El amor súbito es como el miedo repentino, también conocido como miedo súbito: te tiemblan las piernas, o las manos, o todo el juego de extremidades, te late precipitadamente el corazón, no ves nada más que el objeto de tu emoción (amor o miedo, según el caso), la voz no te sale o te sale que mejor no te saliera, y otros fenómenos, experiencias y lindezas por el estilo.

Es cierto que el amor súbito, en último análisis, no existe. Lo que existe es una cierta predisposición, una cierta inclinación hacia él. Es importante que sea súbito, que opere como un flechazo, al decir de los antiguos.

El miedo repentino también parece operar de acuerdo a esta premisa, por tanto también es necesaria una cierta predisposición, en este caso al sobresalto.

De lo anterior se deduce que es muy poco lo que se puede decir sobre estos tópicos si no se estudia antes, con un cierto grado de profundidad, el tema de las predisposiciones. Y es justo reconocer que si entramos en este tema, corremos el riesgo de no poder salir, empantanados como podemos quedar en una intrincadísima trama de explicaciones genéticas, psicológicas, temperamentales, sociológicas, educacionales y, porqué no, astrológicas.

Y ya el panorama se nos complica y algo, que ya de por sí resulta difícil de encuadrar, desmenuzar y embotellar, parte hacia la estratosfera de los misterios sin solución.

Los que se ven envueltos en este tipo de experiencias, muestran una cierta inclinación a hacer caso omiso de todas estas disquisiciones, mostrando inequívocamente que no siempre la experiencia es acompañada por la comprensión clara ni el concepto diáfano.

Pensándolo bien, me parece que estamos partiendo de un equívoco; no es que el amor y el miedo se parezcan, sino que a algunas formas del miedo le llaman amor. Y así, claro, las cosas se confunden. Es bueno que aclare que no estoy pensando en ningún caso en particular, en ninguna persona de mi relación, en nadie. No tengo porqué hacerlo. No lo hago...

De cualquier modo no es conveniente tenerle miedo al amor ni amor al miedo, ni otros juegos de palabras semejantes."

Radamés Mercadante

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