domingo, 7 de junio de 2009

Viaje a la Puna

En agosto de 2000 experimenté el embate descomedido de un inesperado aluvión de inspiración. En mi mente se diseño en todas sus partes la novela definitiva, la gran novela latinoamericana, la obra cumbre de la lengua castellana y otros despropósitos por el estilo.

Durante diez días escribí casi incesantemente, saltando de un capítulo a otro, llenando páginas prácticamente sin corregir una coma. Apenas había comenzado los primeros escarceos y ya iba por la página 78.

Y de repente, el silencio, un fallo eléctrico generalizado dejó mi mente sin impulso y después de recorrer unos metros quedó estacionada en la banquina, en una noche sin luna y sin estrellas, en la oscuridad de un desierto sin ideas, ni imágenes, ni nada. Ya se encenderán los motores, pensé. Pero no lo hicieron.

Algunos años después, ante nuevas oleadas de inspiración o de ocurrencias, retomé la lectura de lo escrito para ver si podía continuarlo. Pero, como dijera Hegel al ser preguntado por un texto un tanto oscuro, y luego de cavilar unos instantes, "cuando lo escribí, dios y yo sabíamos qué significaba. En este momento sólo lo sabe dios".

No es que me encontrara frente una obra hegeliana, no era algo tan aburrido. Se trató simplemente que no atiné a comprender a dónde se dirigía lo que había escrito y, al no encontrarle algún destino, quedó en el limbo de las cosas inconclusas.

Hoy, en el marco de este proyecto de arrumbamiento más o menos organizado, no sería el caso de crear una entrada al blog de 78 páginas. Pero, simbólicamente, podría incluir un capítulo que la represente.

El capítulo seleccionado tiene la ventaja de su casi independencia argumental del resto del escrito, aunque no es todo lo breve que sería deseable, de modo que lo dividiré en dos partes: la primera y la segunda.

Se va la primera:

"El viaje a la Puna de Atacama.

Esta zona inhóspita fue motivo de una guerra insana (¿hay guerras sanas?) entre Bolivia y Chile en el siglo pasado. De resultas de esto Bolivia perdió su salida al mar y con ello toda la Puna de Atacama. Años después terció Argentina, obteniendo la cesión de la zona que de derecho pertenecia a Bolivia y de hecho a Chile. Esto origino un conflicto fronterizo, que se sumó a los muchos que ya existían, entre Argentina y Chile. Finalmente, un árbitro inglés (no podía ser de otro modo), intervino en el asunto y así todas estas piedras y salinas se dividieron entre estos dos países. No se han generado más disputas alrededor de este territorio, probablemente porque no se obtienen ya riquezas que estén muy de moda. Hay mucho salitre, pero eso en la actualidad no tiene un valor económico muy sustantivo.

El profesor de geografía miró al alumnado por encima de sus anteojos de lectura y comprendió que todo lo que él decia “entraba por una oreja y salía por la otra”, ahogándose, probablemente, en un vacío insondable ubicado, con notable precisión, entre parietal y parietal.

Rápidamente se hizo de noche. El sol se sumergió súbitamente detrás de la enorme pared que forma la sierra de Chichagua hacia el poniente.

Se quedó sentado un largo tiempo sobre una enorme roca que le servía de mirador. Cuando la última luz terminó su agonía, se tendió sobre la roca con los brazos y las piernas abiertos, formando casi una equis.

Las estrellas se hicieron más y más cercanas en la noche limpia de ese desierto. El mundo, poco a poco, comenzó a oscilar, ora hacia la izquierda, ora hacia la derecha. Se mantuvo un tiempo, disfrutando, casi, de ese balanceo, hasta que, repentinamente, todo dio una especie de vuelta de campana y todo lo que era arriba se transformó en abajo y lo que era abajo en arriba.

Permaneció así, como adherido a un techo, viendo como hacia abajo se extendía un abismo infinito, decorado por pequeñas luminarias que sonreían con un titilar rápido y nervioso.

Allí, en la frontera meridional de su campo de visión, una estrella fugaz terminó en un instante su vuelo brillante y breve. Sintió que ese abismo lo succionaba imperiosamente y, por un instante, experimentó la tentación de dejarse caer. Imaginó que unas alas doradas brotarían de su espalda y empujando la roca lo llevarían volando sobre un mar oscuro. Pero un temor visceral lo hizo incorporar bruscamente. De pronto vio otras estrella móviles que acompañaban un leve vahído. Pero no eran las estrellas del cielo sino unas chispas doradas e incesantes producidas, quizás, por el súbito cambio de pulsación en sus ojos.

Se recompuso y miró a su alrededor; en él sólo vio oscuridad y silencio. Recogió unos pedruscos del suelo y comenzó a arrojarlos en distintas direcciones, prestando atención al sonido de los rebotes hasta que nuevamente volvía el silencio.

Creyó advertir un eco distante y se preguntó:”¿Qué estaré haciendo en este desierto?
“¿Y si me caigo en la oscuridad y me fracturo el cráneo? ¿O si una alimaña me deja su ponzoña?

Por un instante percibió la existencia de amenazas anónimas, pero atentas al extraño que quebraba, con su presencia indeseable, el equilibrio de la noche desierta. Creyó sentir un hálito cercano, algo sin forma clara, pero con conciencia, intención y, tal vez, malos modales.

“Estoy solo” - Se dijo. “Y no creo en presencias ni bultos que se menean”. Agregó.

Se dirigió hacia la carpa, palpó en la oscuridad hasta hallar un pequeño farol alimentado a querosene, levantó el protector de vidrio y encendió el mechero con el encendedor infalible que llevaba siempre en su bolsillo. Un débil resplandor se asomó por la abertura de la carpa, constituyéndose en una referencia visible a varios kilómetros.

No tenía hambre, pero supuso que ya era hora de comer algo. Entre todas las cosas que había dejado en la ciudad se contaba un reloj, por lo que, en los días sucesivos, tendría que verificar el paso de las horas al compás del sol o de alguna sensación referida al transcurrir del tiempo. De una mochila, sacó una pequeña lata de pescado en conserva y una barra de chocolate duro. Se enfundó en una chaqueta acolchada de colores vivos, bastante inapropiada para resaltar la apostura física pero muy adecuada para proteger del frío que, después de la caída del sol, avanzaba resueltamente.

Salió y se sentó sobre una pequeña roca a masticar desganadamente los trozos de pescado. Mientras escuchaba el movimiento de sus mandíbulas, fijó la vista en un punto a una distancia imprecisa, exactamente frente de él.

Cuando estaba terminando la tableta de chocolate, un imprevisto resplandor estalló en la distancia en que había puesto sus ojos. “Otro acampante”. Pensó. Y se quedó como hipnotizado por la luz que, al no mostrar oscilaciones, lo llevó a inferir que no se trataba de una fogata. “¿A qué distancia estará? ¿A quinientos metros, a mil metros?”

Entró nuevamente a la carpa y enseguida salió de ella con una linterna en la mano. Sin saber porqué, casi mecánicamente (como aquella vez en Saavedra, cuando conoció a Liliana), se puso en marcha, primero de modo titubeante, cuidándose de tropiezos en piedras y matorrales espinosos. Al poco tiempo, su marcha tomó soltura y, como si fuera un baqueano de aquellos terrenos, caminó más resueltamente.

Al cabo de una media hora de marcha zigzagueante, el resplandor se hizo más definido. Era una luz cuasi circular, como si saliera de una boca abierta y gigantesca. Pronto estuvo frente a lo que parecía la entrada de una caverna. De su interior manaba la luz que lo había llevado hasta allí. Se quedó allí, iluminando hacia un lado y otro, tratando de ubicar alguna presencia humana. Aparte de esa luz, nada daba a entender la presencia de nadie. El silencio sólo no era total porque lo impedía esa iluminación.

Al fin, se decidió a entrar y al hacerlo se encontró en un recinto circular iluminado por antorchas. Estas estaban dispuestas a intervalos equidistantes formando dos arcos de círculo, cada uno desde un lado de la entrada hasta el lugar en que se alzaban cuatro puertas entreabiertas. Eran puertas pesadas, de madera gruesa reforzadas por listones de hierro asegurados por gruesos remaches. “Son puertas antiguas, seguro que guardan algún tesoro?”. Pensó graciosamente. “Pero están abiertas”. Se desanimó.

De una de las puertas, la del extremo izquierdo, emanaba una extraña sensación. Era una sensación atractiva y repulsiva. Era como un temor... un temor intenso. Se quedó allí parado, esperando que algo decidiera algo. No iba a aventurarse, eso era seguro, por la puerta de la izquierda, lo mejor, para saciar la curiosidad, era tomar alguna de las otras puertas que demostraban mayor inocencia o que, por lo menos, no parecían amenazantes. Desde la puerta izquierda, el temor aumentaba como un vaho cálido y escalofriante.

Dio un paso hacia adelante, hacia la puerta de la derecha, luego otro y se detuvo. Y con pasos firmes, resueltos e indeseados se dirigió a la puerta izquierda. Apenas hubo transpuesto su marco, el vaho, que hasta ese momento era externo a él, lo invadió por completo. Un terror insano lo obligó a abrir los ojos desmesuradamente, con el curioso efecto de aumentar su atracción cuando mayor era la repulsión. Trató de resistir y volver sobre sus pasos, pero era inútil, la atracción no era psicológica, la atracción dominaba sus músculos que, contra su voluntad se seguían moviendo adentrándolo en un túnel que descendía en un plano de unos cuarenta y cinco grados. El plano del túnel se fue haciendo más empinado y la atracción ya era absolutamente irresistible, hasta que no pudo ya mantenerse en pie y rodó por el suelo entre ayes y pulsaciones vertiginosas.

Después de una corta caída hacia algun vacío, se sintió en suelo firme y plano. El temor desapareció sin dejar traza. Alrededor de él parecían desplazarse unas alimañas alborotadas, algo así como alacranes o escorpiones. Uno de ellos, le pareció, se ubicó frente a él y lo miró a los ojos, para rápidamente alejarse con su lanceta en ristre. Al ponerse en pie advirtió que en fondo del túnel se ensanchaba y estaba iluminado. Caminó unos metros y luego se detuvo en seco. A unos quince metros se abría una caverna circular y en ella una mujer estaba encadenada a una especie de cruz de San Andrés formada por sólidas vigas de hierro, rodeándola trabajaban en algo cinco enormes minotauros. Sí, eran cinco individuos de más de dos metros, extremadamente fornidos y (¿disfrazados?) rematados con unas fieras cabezas de toro. No de toros pampeanos sencillos y pacíficos, sino de miuras armados con unas cornamentas feroces.

Se empequeñeció como para no ser visto o tal vez impulsado por la aprehensión que lo invadía. Si esta escena se desarrollara en alguna feria de espectáculos avant garde, aplaudiría y dejaría unas monedas en algún sombrero dispuesto al efecto. Pero se encontraban en medio de la soledad en un lugar sin nombre. No sabía cual era el sentido de tal escena pero seguramente no era una actuación montada para recoger monedas. Pronto se le hizo claro la actividad que desarrollaban estos amenazantes sujetos. Uno de ellos producía un chorro de aire con un rústico fuelle, mientras otro calentaba un hierro al rojo en una fragua de hierro negro. Los otros simplemente estaban de pie mirando el fuego como hipnotizados, las miradas oscilantes entre la idiotez y el sueño, y las manos apoyadas sobre el mango de unas filosas y largas cimitarras.

Puso su atención en la mujer y en sus ojos vio miedo y desesperación. Era una mujer hermosa, de boca carnosa y sus cabellos caían, prudentemente, sobre sus pechos desnudos. Su falda estaba cubierta por un paño basto atado con una cuerda. “Estos minotauros son medio pudorosos”.- Bromeó desubicadamente.

La mujer le parecía conocida, le traía un vago recuerdo de alguna vez. La mujer era casi un calco de... La mujer era ¡aquella novia de San Telmo! ¿Qué hacía allí? ¿Por qué estaba igual que hace quince años? ¿Qué van a hacerle?.

Cuando el minotauro que portaba el hierro candente se dio vuelta hacia ella y lo aproximó a su rostro, ya no tuvo dudas, allí se iba a desarrollar una inverosimil sesión de torturas. El minotauro acercó el hierro al rostro de la mujer, ella gritó, pero él no hizo contacto sino que empezó a recorrer su cuerpo a una distancia suficiente como para atemorizarla sin hacerle, todavía, daño.

Una especie de desesperación lo invadió, sabía que no iba a poder ni siquiera contra uno de los minotauros, él también iba a morir y no iba a poder salvarla. Una sensación a medio camino entre la razonabilidad y la cobardía le provocó un breve vómito amargo. Miró hacia todos lados, buscando algo, cuando su vista se topó con los escorpiones que, llamativamente, estaban como dispuestos en formación, con la musculatura (que no tienen) en total tensión, con el ceño (¿?) montado en indignación. Así estaban quietos, en alerta, como esperando algo.

“¿Qué esperan? “¡Ataquen!”. Gritó al borde del absurdo.

Absurdamente también, los escorpiones respondieron a su orden partiendo como armas letales hacia los minotauros. Por un momento se entusiasmó e hizo fuerza como si se tratara de un ataque en un partido de fútbol, rugby o la carga de una brigada de lanceros. Los minotauros, al ver la amenaza ponzoñosa que se les avalanzaba, prorrumpieron en bramidos aterrorizados, los ojos se le salían de las órbitas y de sus bocas brotaba una espuma blanca. A unos pocos metros de que los escorpiones los alcanzaran huyeron por una de las salidas de la caverna, en una muestra de pusilanimidad insospechable en semejantes monstruos. Los escorpiones, al ver su tarea cumplida, se escabulleron por distintos orificios que había o que construían con sus tenazas. En unos instantes sólo restaban ella y él.

La libró de las cadenas y la abrazó largamente hasta casi hacerle daño con su abrazo.

“Marcos, amor mío”.- Musitó ella en tono de bolero.

Él recordaba todo de ella, excepto su nombre, por lo que trató de hablarle de tal modo que no fuera necesario usarlo.

De pronto una ola de recuerdos, más como sensaciones que como imágenes, le invadieron el pecho y sintió un fuerte remordimiento. Unas lágrimas difíciles pugnaron por salir de sus ojos y arrodillándose lentamente dijo solamente:”Perdoname”.

Ella lo ayudó a incorporarse, le sonrió dulcemente y sus labios posaron un beso más dulce aún en su mejilla húmeda. Después de esa despedida, giro sobre sus pies agilmente y se alejó presurosa, desapareciendo por el túnel por el que él había llegado hasta ese lugar ominoso.

Una sensación onírica le invadió la razón, sin embargo, todo tenía un fuerte sabor de realidad. La concretitud de las paredes, la perfección de los detalles le sugerían que bien podía encontrarse en estado de alucinación, pero con certeza no estaba dormido. Lo único preocupante es que fuera lo que sea lo que estuviera ocurriendo, no le preocupaba mayormente.

Quedó solo, las llamas de las antorchas que iluminaban el recinto oscilaban lentamente, la temperatura se sentía más elevada, tal vez por el rescoldo que aún animaba la fragua. Escuchó un chirriar de puertas y un sonido de cadenas arrastrándose. Miró alarmado en todas las direcciones que pudo, pero antes de que pudiera huir ya los minotauros lo tenían tomado por brazos y piernas. Profesionalmente lo encadenaron a la equis de hierro. Uno de ellos aproximó una especie de pesado yunque hasta apoyarlo contra sus muslos, mientras los demás verificaban el filo de sus cimitarras cortando unos pequeños maderos con suavidad y justeza. Uno de los monstruos ensayaba en el aire un tajo exacto describiendo con su espada un semicírculo por encima de su testa cornuda. Con movimientos de cirujanos en un quirófano, otro de los minotauros le abrió el pantalón con una daga y le extrajo el sexo posándolo cuidadosamente sobre el yunque. Aterrorizado cerró los ojos, adivinando el brillo filoso de las cimitarras; y desde todas sus visceras brotó un inmenso “¡no!”, que rompió las cadenas que inmovilizaban sus brazos y piernas. Cayó al suelo y en el momento que intentaba incorporarse, cuatro minotauros lo retuvieron firmemente aprisionado en el piso y el quinto, con fuerza y exactitud, le clavó una cimitarra en el pecho, justo en el corazón, matándolo.

Los minotauros se retiraron con movimientos torpes, muy diferentes a los que habían demostrado en la ejecución de las operaciones anteriores. El quedó allí, quieto, exánime, muerto. Pasó un tiempo de contabilización indiferente. Las llamas de las antorchas llegaban al ocaso y en la fragua sólo restaban algunas cenizas tibias. Las paredes de las cavernas permanecían mudas y la equis de hierro no mostraba cansancio en su postura incómoda.

Pasados mil años o mil segundos, una presencia empezó a moverse en la casi oscuridad de la gruta. Eran unos pasos lentos pero firmes, acompañados por la ayuda de un bastón o vara. Un anciano viejísimo y, probablemente ciego, se aproximó al cuerpo muerto de Marcos. Se arrodilló dificultosamente a un lado de él y de una especie de morral sacó un frasco, como una pequeña ánfora barriguda y de cuello largo y fino. Dentro del recipiente brillaba una sustancia verde claro, tal vez cesio radioactivo o un preparado de clorofila. El anciano le quito una delicada tapa de vidrio y aproximando temblorosamente el ánfora vertió su contenido en la herida que ya mostraba signos de coagulación.

Marcos sintió una descarga dolorosa, como si millares de pequeñas espinas se clavaran en sus nervios ya muertos y de pronto sintió como si innumerables motores y motorcillos se pusieran en marcha. El intenso dolor duró poco y enseguida empezó a sentir el circular de su sangre, las corrientes de su respiración y el fluir de su pensamiento. Cuando abrió los ojos, el anciano que había visto desde la altura del techo de la caverna había desaparecido. Estaba nuevamente solo y pensó:”En esta caverna debe haber algún gas que me produce alucinaciones”. Todavía con dudas, verificó su pecho y no encontró ninguna herida, de cualquier modo su pantalón estaba rasgado, pero no buscó ninguna explicación, seguramente habría alguna y eso ahora no tenía importancia.

Se disponía a irse cuando escuchó una especie de cántico que provenía de una de las salidas. La curiosidad pudo más que la aprehensión. Además, ya había determinado que se encontraba intoxicado por algo, por lo cual pensaba que no corría ningún peligro real. Se acercó a la salida de la que parecía provenir el canto y asomó su cabeza a un nuevo túnel. Ya adentro se apercibió del intenso calor y el volumen del cántico, que había aumentado hasta abarcar toda la cavidad. Era una suerte de canto gregoriano pero más grave, que hacía vibrar las cálidas paredes del túnel y que aumentaba a medida que se adentraba en él.

Tal vez por el calor, y seguramente por las gases tóxicos que habría en ese lugar, se dio cuenta que el que cantaba era él túnel, y le causó gracia la idea de que, quizás, estuviera caminando por una garganta hacia un estómago que lo iba a digerir sin mayores contemplaciones.

El túnel terminaba en una inmensa caverna llena de estalagtitas y estalagmitas. Por todas partes había grietas desde las que brotaban llamas y un líquido ígneo, seguramente, lava. Avanzó, caminando con cuidado de no pararse sobre ninguna grieta. A unos treinta metros se divisaba un fuego mayor que parecía salir de un pequeño lago de magma candente. El cántico ahora abarcaba toda la caverna o toda la caverna cantaba.

Se acercó al lago de fuego y sintió que no era un fuego injurioso, producía un calor intenso pero no dañaba. Sintió el impulso de meterse en él, pero un dejo de sentido común le dijo que no era conveniente. Aunque simplemente fuera una alucinación, era tan sugestiva y tan real que podía dejar consecuencias físicas en el “mundo real”.

De pronto se sobresaltó, una mujer inimaginablemente hermosa se sugirió entre las cercanías de las llamas. Pero de ella sólo pudo precisar sus labios. La mujer se sugería aquí y allá, siempre mostrando con claridad una parte de ella, una pequeña parte, la frente, un pómulo, una mano, un pecho, pero en ningún momento toda ella. Abrió sus ojos fuertemente, como para no permitir que un pestañeo inoportuno le impidiera verla en el momento infinitesimal en que ella se configuraba por entero. Pero entre ardores oculares y lacrimales incontinentes se sumió casi en la desazón, hasta que ella, quizas apiadada, se planto frente a él y le susurró algo al oído, palabras que no entendió pero que lo hicieron intensamente feliz. La vio por entero pero igualmente no pudo abarcarla. A pesar de que sus ojos la recorrieron con pasión, afiebradamente, no pudo guardar en su memoria más que las sensaciones que experimentó. Ella desapareció, el cántico se había acallado en algún momento y ahora el calor de la caverna era vivificante. En toda la extensión de la bóveda brillaban unos cristales semejando diamantes en bruto encastrados en la piedra.

Retomó el camino de vuelta, sintiéndose liviano y distenso, acompañado por la luz que emitían los diamantes que ahora tachonaban paredes y techos de los túneles por donde transitaba. Por fin salió al frío y la oscuridad de la noche. Las estrellas también figuraban diamantes en el cielo (Lucy in the sky with diamonds, recordó). A lo lejos se escuchó el canto breve de un pájaro tardío.

Volvió a su campamento y sin más trámites se echó a dormir. Un sueño afiebrado lo acompaño hasta la madrugada. En el medio de la noche se incorporó, en delirio, a tiempo para escuchar:”Usted necesita ayuda profesional”. Y ya se hallaba en una especie de despacho.

“Qué opina usted, doctor?”- Preguntó a un señor trajeado que revisaba unos expedientes.

El hombre levantaba la vista hacia él y mientras fingía reflexionar un asunto dificil, dictaminó: “Es un caso de complejo de castración”.

“¿Y qué se puede hacer?”.

“Mire, hay algunos atenuantes, creo que podemos argumentar emoción violenta e impremeditación”- Sentenció.

“¿Y entonces?

“Creo que si se declara culpable, podemos obtener seis años de condena. Con el tres por uno y buena conducta, puede salir libre en un año”. Y lo miró autosatisfecho.

“¡Pero doctor, yo no puedo estar preso ni media hora!”.

“Lo hubiera pensado antes. Ahora tenemos que optar por el mal menor. Le va a costar nada más que veinte lucas dólar. ¡Una bicoca!”

Ahora estaba en el jardín con su padre, más anciano de lo que era. Tenía la sensación de que él había muerto hacia tiempo y ahora estaba hablando con un recuerdo. (Pero sus padres en realidad aún vivían).

Se dirigió a él con sumo respeto y con tono casi antiguo, de un modo en que nunca se había dirigido a él en vida (¡Pero si aún vive!).

“Padre, ¿por qué siempre habéis sido tan bueno? ¡Me he transformado en un villano por vuestra culpa!”

“¡Hijo mío!”. Repetía él anciano, afectuosamente.

Su madre, tan anciana como su padre, le pasó su amable mano por el cabello y eso lo tranquilizó.

La mañana lo sorprendió ya avanzada. Se incorporó sintiendo un hambre voraz. Imagino manjares que su modesto campamento no ofrecía. Salió de la carpa y el aire puro y seco casi ardió en sus pulmones. El sol invicto resplandecía rodeado por un cielo azul intenso.

Durante todo el día anduvo deambulando por los alrededores, tratando de no perder de vista su improvisado campamento. No encontró más que paisajes repetidos. A lo lejos le pareció divisar un pastor de cabras, quizás un niño de no más de doce años dedicado a la vigilancia de una manada obstinada en conseguir alimento todos los días. Tal vez recorrieran kilómetros en los que diariamente gastaban caminando lo que alcanzaban a consumir. Tal vez las noches los sorprenderían en cualquier lugar y el niño se alimentaría con un trozo de quesillo de cabra y una galleta seca, y seguramente verificaría que las mismas estrellas estuvieran en los mismos lugares. Y en esa soledad escucharía voces extrañas pero familiares que no podría traducir pero que, de algún modo, entendería.

Comprendió que el silencio y la soledad desbordan la imaginación hasta que ya no se sabe más qué imaginar. Sintió nostalgia por el ruido, el smog y la presión de multitudes que van, vienen, se apiñan, se rozan, se encuentran y se separan. Sintió hambre de impresiones más humanas entre tanta piedra y tanto cielo.

Hacia el anochecer del quinto día sintió nuevamente la pregunta:”¿Qué estaré haciendo en este desierto?”. Repasó mentalmente la noche alucinada de la caverna y recordó el nombre de aquella mujer, novia de juventud con la que había sido involuntariamente desconsiderado, impulsado seguramente por compulsiones hormonales un poco incontrolables. Incontrolables aunque quisiera o pudiera (que no quería ni podía).

Mañana me voy, pensó. "

Tendría que decidir si continuaba con el plan de viaje que había organizado o si volvía a Buenos Aires. Ya el plan se había alterado porque pensaba permanecer unos diez días en esta soledad, ordenando sus ideas, y hasta ahora sólo había logrado una noche de manicomio en una caverna tóxica y una sensación general de no tener nada para pensar. Había logrado más que nada sentirse vacío. Lo único novedoso era el silencio que desde el paisaje que lo rodeaba, terminaba por contagiarle el pensamiento y eso lo hacía sentir, en algunos momentos, límpido y fuerte.

Había venido a pensar y había logrado no pensar. El cambio era, por lo menos, imprevisto."

Ammonius Saccas

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