viernes, 5 de junio de 2009

Huiracocha

Allá por el 4 de octubre de 1970, a las 5 de la tarde (minutos más, minutos menos), comencé mi participación en lo que años después se conocería como Movimiento Humanista. Esta participación, con sus ciclos, no se interrumpió hasta el momento de escribir estas líneas.

Algunos años antes de formar parte de esta inspirada organización humana, tuve contacto con ella de diversos modos. Cualquiera que se percatara de esto a la distancia diría que estaba destinado a ser un humanista, tantas eran las "señales" que se habían evidenciado en esa dirección. Es claro que con el resultado puesto cualquier gilipollas habla de destino, sin reparar en el hecho de que tal vez muchos recibieron esas "señales" y hasta la fecha no las han interpretado o, mejor aún, las han interpretado y han puesto pies en polvorosa ante la evidencia casi apodíctica de que en este tiempo no es negocio ser humanista o cosa por el estilo.

Bueno, no es mi intención comenzar una discusión acerca de los márgenes de libertad que tiene el ser humano respecto de las diversas fuerzas cósmicas que pululan por ahí. El asunto es que, muchos años después (circa 1997, como dicen algunos alcahuetes), escribí un relato que me parece sumamente ilustrativo, sobre todo de la cuestión esa del margen de libertad.

Acá va:

"Huiracocha

A Martín le interesaba mucho la filosofía, se decía un empirista lógico. El sabía de nuestras inquietudes por todo lo que fuera conocimiento, sobre todo si era de cualquier tipo.

Tanto Juan Carlos como yo pasábamos sin sobresalto del principio de indeterminación a la discusión sobre un penal mal otorgado. Del cambio social a los fenómenos paranormales, pasando por la cuestión de si las mujeres son mejores cuando se van que cuando vienen.

Pero Martín se había quedado impresionado por nuestra conversación sobre el budismo zen, una noche de sábado en el bar la Academia. Los karatecas éramos así, nos la pasábamos bolaceando sobre arquería a ciegas y combates en la oscuridad. Tratábamos de eludir el tema de que a un quinto dan le habían descerrajado un tiro en medio de un asalto y ni llegó a enterarse de qué había muerto.

Los motivos de un empirista lógico pueden ser misteriosos, pero el hecho es que él decidió que nosotros teníamos que conocer a Nahuel. Le preguntamos que quién era el tal y porqué debiamos conocerlo y, escudado convenientemente detrás de sus anteojos nos respondió: “Ustedes tienen que conocerlo”.

Insistimos con nuestra inquisición pero no pudimos sacarle más. Él apelaba al irracionalismo lógico (“no se porqué, pero tienen que conocerlo”) y de allí era bastante difícil sacarlo. Finalmente nos resignamos a conocer sólo el cuando. Sería la semana próxima, el martes, en que el enigmático sujeto vendría desde el norte. Iba a permanecer dos días y retornaba.

El martes a las ocho de la noche nos encontramos los cuatro en un bar cercano a la facultad de filosofía. Nahuel convenientemente barbado nos informó que él pertenecía a la orden Huiracocha. Lo dijo con bastante naturalidad, como si fuera obvio para todos de qué se trataba el asunto.

A riesgo de parecer un desinformado pregunté que qué era eso. El respondió: “Pasado mañana parto para el norte, si quieren saber más, viajen conmigo”. Miré a través de los vidrios del ventanal más próximo, como si cavilara una respuesta. En realidad la respuesta que se formaba en el centro de mi mente más que una respuesta era una pregunta: “¿Vos estás mamado?”.

Nos quedamos en silencio durante unos momentos. Nahuel se veía tranquilo, relajado, como si estuviera acostumbrado a este tipo de situaciones.

Juan Carlos, un poco más espontáneo, le dijo que necesitaríamos un poco más de información antes de decidir un viaje cuya naturaleza desconocíamos por completo.

Nahuel se despachó con una teoría acerca de la voluntad humana, planteada en términos tal vez un poco ofensivos. Según él nosotros no estábamos en condiciones de decidir ni determinar nada, todo en nuestro accionar, interno y externo, era absolutamente mecánico, manejado por motivaciones que estaban por debajo de nuestros argumentos. Este nivel de funcionamiento nos tenía de acá para allá como marionetas en manos de un titiritero idiota. En suma, entendí yo, éramos un par de giles.

Ante esto me calenté un poco y comencé a argumentar que entonces estábamos fritos con lo del viaje porque, si no lo podíamos decidir nosotros, ¿quién lo iba a decidir? ¿Magoya?.

Frente al rumbo de la conversación, Nahuel se levantó de su silla y se retiró del bar. Tal vez haya escuchado las únicas palabras de Martín durante la corta velada: “Che, pagá el café”.

Me quedé un poco enojado, rumiando una discusión sin interlocutor. Pero al rato nomás, ya habíamos calentado los motores de una nueva conversación multitemática.

Cuando volvía a casa pensé que me hubiera gustado ir, pero también pensé que mi mamá no me hubiera dejado."

Clovis Ferreyra

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