viernes, 5 de junio de 2009

¿Por qué Albergue Warnes?

El albergue Warnes estaba formado por dos grandes edificios semiconstruidos sobre la calle Warnes en su intersección con la avenida Chorroarín, justo enfrente del hospital Alvear, en la ciudad de Buenos Aires.

Formaba parte de las obras del segundo gobierno de Perón y estaban destinados a sendos hospitales. Uno de ellos iba a estar dedicado exclusivamente a la atención de niños, era pues el nuevo Hospital de Niños.

Cuando se desencadenó la autodenominada "Revolución Libertadora" se buscó hacer desaparecer toda traza de peronismo del país. Una de las formas de lograr esto fue la de interrumpir toda obra que pudiera identificarse con esa corriente política.

Los edificios fueron abandonados a su suerte que fue la del deterioro progresivo e inevitable.

En 1957, durante la noche de año nuevo, unos ranchos (así se llamaban las villas antes de llamarse villas), ubicados entre las calles Plaza y Melián, en el barrio de Saavedra, justo detrás de la fábrica Phillips, se incendiaron dejando a algunos centenares (o miles) de personas en la calle. Felizmente, dios aprieta pero no ahorca, era verano.

Mientras se providenciaba un destino mejor, estas personas fueron alojadas en uno de los edificios referidos. A partir de ese momento el lugar comenzó a llamarse, más descriptiva que nominativamente, Albergue Warnes.

Personalmente tuve el privilegio de morar allí entre los siete y los ocho años, viviendo intensas aventuras y vicisitudes y guardando los más apreciados recuerdos y nostalgias.

Debo reconocer que mi juicio en aquella época era muy poco fiable ya que no sólo apreciaba ese lugar sino que tenía otras aficiones de dudoso gusto como, por ejemplo, comer cebollas hervidas en grandes trozos, bocado al que le encontraba un sabor indescriptiblemente agradable. Años después esa afición me parecía un hecho inexplicable y casi aberrante.

Dejando estas mojigangas a un lado, el caso es que alrededor de 1996 escribí un relato/cuento con el tema. No es gran cosa, pero me gusta el título. Estuve muchas veces tentado de modificarlo con el afán de mejorarlo, pero algo me detuvo, tal vez era inmejorable.

"Albergue Warnes, nostalgia en dos tiempos

No era el mediodía pues estaba almorzando tardíamente. El aparato de televisión estaba encendido y en la pantalla se veía una especie de edificio, apenas recortado sobre el fondo gris plomo de una tarde sin perfil ni destino. Había una multitud congregada.

Tenía nueve o diez pisos, pero luz eléctrica había sólo hasta el sexto. Todos sabíamos que más allá de ese punto, era peligroso. Nosotros vivíamos en el tercero. Teníamos medio piso casi para nosotros solos.

Lo que más me gustaba era esa suerte de balcón inmenso que parecía un mirador desde el que se divisaba la montaña de piedras de arena ahí, abajo; la estación Arata, a lo lejos, y la agronomía.
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El locutor ponía cierto dramatismo que, en un primer momento, no alcancé a entender. Después la transmisión se hizo más técnica con las entrevistas a los expertos en explosivos quienes describían, con cierta indiferencia y seriedad burocrática, las técnicas implosivas, con detalles acerca de posición y disposición del material y otras cuestiones de menor interés.

Había algunas apariciones de espontáneos que daban sus testimonios, por lo general elogiosos con respecto a lo que allí se estaba tramando y críticos hacia alguna otra cosa.

En la planta baja había una escuela, la mejor que conocí, o la que fue más mi escuela. Cursaba el primero superior (así se llamaba el segundo grado en esa época), y estaba enamorado de una compañera con la que compartía el sandwich de dulce que me daba mi madre todos los días.

Aparte del colegio, lo que más me gustaba era el sótano, oscuro y lleno de historias atemorizantes y la montaña de piedras de arena, con una inagotable provisión de proyectiles para las hondas. Era realmente lindo, podíamos pasarnos horas tiroteándonos con las mejores piedras de arena que se podían conseguir en todo el barrio de La Paternal. A veces los recaudos que tomábamos nos impedían ver a los contrincantes y, mucho más, apuntarles. En fin, la prudencia nunca fue amiga de la diversión, pero por otro lado sabíamos que si se producía algún incidente más o menos grave, esto atraería la atención de los mayores quienes nos impondrían la paz a fuerza de palizas. A todos nos gustaba demasiado la guerrilla, así la llamábamos, como para ponerla en peligro porque algún descuidado ligara un hondazo en un ojo.

La mayoría de las personas que estaban presentes habían ido a ver un hecho de dimensiones históricas, esperado durante décadas. Por fin terminaría tanta “ignominia”, tanta “atrocidad”. Esa palabra y otras similares abundaban para describir los horrores representados en esos dos edificios grises e inacabados que, por sobre todas las cosas, habían generado una fuerte desvalorización en las propiedades de la zona.

En cierta ocasión, pasé sin prestar atención cerca de las hamacas que había en la parte que, seguramente, estaba destinada a estacionamiento, y una de ellas me golpeó en la cabeza. Me cruzaron al Alvear donde estuve un par de días, o algo así, inconsciente.

Mi madre estaba muy preocupada, realmente, muy preocupada. No recuerdo a mi padre o a mi hermana en esa situación. Lo primero que recordé cuando desperté fue el trozo de turrón turco que me dirigía a comprar en el precario quiosco, en el momento en que ocurrió el accidente. También comprendí que si alguien estuvo atento en esa circunstancia, ese alguien debió haberse quedado con mi moneda de veinte centavos.

Se le pidió a la gente que se alejara un poco para evitar cualquier riesgo eventual, aunque teórico, porque la operación estaba organizada por gente que tenía mucha experiencia en el tema. El entusiasmo y el temor de perder algún detalle hizo que la gente no retrocediera ni un centímetro. Ya comenzaban los retrasos y la operación, planeada impecablemente, mostraba algunas dejadeces más cercanas a nuestro sentir.

Mi madre y mi abuela mantenían siempre limpias y perfumadas las habitaciones que ocupábamos. Especialmente mi madre tenía una especie de obsesión por perfumar. Rociaba botellas de agua de colonia por todos los rincones de las habitaciones. (¡Eso significaba eau de cologne: agua de colonia!)

En el cuarto piso vivía un amigo que tenía alrededor de cincuenta soldaditos de plomo. Siempre creí que él era rico. El día que me mostró su colección de revistas mejicanas, experimenté con crudeza la diferencia que implican las diferencias sociales.

Una vez por semana mi padre compraba una pequeña revista de historietas de forma apaisada y escasas páginas. Se llamaba, si no recuerdo mal, Rayo Rojo. Las historias que aparecían allí me impresionaban con climas que no logro identificar, pero que tenían algo que ver con lo mítico, lo legendario y lo trágico, interesante mezcla para bien afrontar la vida.

Una de esas historias me impresionó en grado sumo. La recuerdo vivamente hasta el día de hoy: un científico inventaba un dispositivo antigravitatorio singularísimo, no tenía ningún mecanismo, era una especie de barquilla que simplemente volaba. Todos los malvados querían tener el secreto y en su afán de lograrlo hirieron gravemente al inventor, éste logro llegar a su vehículo y allí murió mientras el aparato comenzaba a subir y subir hasta perderse en la altura. Una poderosa sensación de ironía y paradoja me hirió para siempre. Eso y la música de “Jinetes en el cielo”, radio mediante, incitaron mi imaginación infantil hacia no sé donde.

Ya se notaba que el locutor trataba de rellenar con cualquier irrelevancia el tiempo de emisión y el hecho central no se producía. Evidentemente, el obstáculo era la muchedumbre que no se emplazaba más allá, o más acá, del límite de seguridad. Se hacían patéticas apelaciones a la cordura. Los conductores televisivos hacían llamadas a la gente para que se ubique detrás de las barreras, cosa que tenía su costado ridículo ya que lo hacían hacia cámaras, con lo cual se enteraban los televidentes que, obviamente, no estaban allí. Pero en fin, tenían que llenar con algo, no había mucha acción. Además, no creo que nadie haya notado el detalle ya que, por lo general, nadie nota el detalle.

Mi madre se enfermo de meningitis. Pasaba la mayor parte del tiempo inconsciente. Yo iba al colegio todas las mañanas y cuando volvía me sentaba en su cama. En el piso de concreto había un agujero por el que se veía la habitación de abajo. Miraba pero no curioseaba, era simplemente un aro de luz que me llamaba los ojos. Entretanto establecía prolongados diálogos con dios. Diálogos conminatorios, exigentes, amenazadores y por momentos, fingidamente humildes. Dios No respondía, mi madre empeoraba y sin que nadie lo hubiera dicho, sabía que no había muchas esperanzas. Mi abuela no perdía el tiempo con dios, ella confiaba en la virgen. Por mi parte, corté relaciones con el cielo y decidí, es una forma de decir, estar triste y mirar (tristemente), por el agujero del piso. Parece que el ritual de la tristeza funcionó porque mi madre sanó. Aunque mi abuela adjudicó todos los laureles a su virgen. Ella, en ese sentido, era dueña de una contundencia de efectos envidiable. El día anterior a que mi madre recobrara el conocimiento y comenzara su recuperación ella dijo haber visto a la virgen a los pies de su cama (para colmo de males, sonriéndole). Si bien confesó que en principio tuvo un poco de aprehensión ya que interpretó que la virgen venía a dar a mi madre la bienvenida al más allá, cuando mi madre mostró signos de recuperación, se encargó de publicitar adecuadamente los méritos curativos de su “virgencita”. Yo, si bien le tenía más fe a mis propias técnicas, me callé, no por temor sino para no ofender particularidades religiosas .

Toda esa situación hizo tambalear mi fe en dios, y ya desde entonces quedó en tela de juicio. Me permití insolencias y desplantes sin recibir, por ello, ningún castigo. En lo profundo, sospechaba que dios guardaba silencio, reservándose para una mejor ocasión. Creo que esperaba más de su venganza que de su misericordia.

Con el tiempo estas disputas fueron quedando en el olvido, pero desde entonces nos miramos a la distancia y con cierta desconfianza. Algunas veces cuestioné su sustancia o la naturaleza de su devenir. El no hizo mayor caso a tales consideraciones, seguramente por provenir de un ser cuya experiencia se desarrollaba en menos de veintidos mil dimensiones.

Nunca me gustaron los agrandados. Ni los que despliegan su agrande con la pelota de fútbol (siempre destinatarios de mis mejores planchazos), ni los que se hacen los vivos cuando ganan (y son insoportablemente llorones cuando pierden), ni ningún otro, aunque sea el agrandado universal.

Por fin, parece que la gente entró en razones y, en parte, se puso a resguardo. Se hizo un silencio y de repente uno de los edificios comenzó a descender como si se hundiera en la tierra acompañado por una serie de estrépitos. La sensación de lento hundimiento duró sólo unos instantes porque inmediatamente la víctima respondió con una inmensa nube de polvo que amenazó con cubrirlo todo. La estampida fue fenomenal. Casi la festejé con un corto aplauso reprimido. Era la última bravata de un villano, y las buenas gentes, con su cobardía a cuestas, huía sin dignidad ni recato. Eso sí, justo es reconocerlo, lo hacia con bastante desorden y premura.

En realidad el lugar no era muy conveniente para vivir. Había mucha basura, hediondeces no identificadas y, según relataban leyendas y estadísticas informales, se habían producido buena cantidad de asesinatos en dos años. La mayoría de ellos arrojando al interesado por el hueco del montacargas o por el balcón central, lugares que no proporcionaban la menor seguridad. Pero hasta en las peores situaciones la rutina establece su naturalidad y uno vive un mundo grotesco como el único mundo posible.

A pesar de todo, el día que nos mudamos, miré las habitaciones vacías, el balcón panorámico con su hermosa vista y creó que sentí una especie de premonición de la nostalgia que iba a experimentar una eternidad de años después.

¡Qué hermosas eran las habitaciones vacías, las partidas, las nostalgias anticipadas, la sensación de camino que se pierde en un futuro abierto, lejano, legendario!.

Un mundo me esperaba con sus promesas y el futuro era una gran luz que cubría el horizonte.

Cuando vi la montaña de escombros a través de esa ventana a la irrealidad, una cierta conmoción me invadió irrespetuosamente. Iba a llorar, pero no sabía bien en honor a qué y esas ignorancias, ahora que soy adulto, me inhiben la pasión.

Es paradójico imaginarse como un exiliado en el infierno y después, al abandonarlo, añorar ese infierno.

Por cierto que el concepto de infierno es bastante opinable. Además, en proporciones adecuadas, unas gotas de semejante pócima pueden ofrecer una experiencia en verdad interesante. Tal vez monstruosa pero, con certeza, no aburrida. Además, si se tiene un destino, ¿qué importa de dónde se viene?. Y si no se tiene un destino, ¿qué importa de dónde se viene o proviene?

El tema quedó allí, probablemente, rumiándose a sí mismo..."

Remoto Tedesco

2 comentarios:

  1. que buena narración. podría hacerte algunas preguntas por mail? o tomar un café y charlar? estoy interesado/investigando el tema del albergue y creo que una charla contigo sería muy útil. Mi nombre es Leandro Tartaglia. Saludos

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  2. Hola Leandro, no había visto tu comentario. Por lo que me pides, no sé de que modo comunicarme contigo.
    Eduardo

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