lunes, 15 de octubre de 2012

¡Ah, el amor! - 2ª parte

Es doloroso confesar que se ha fracasado, pero es necesario para poder seguir adelante. El propósito, no confesado, de este blog era depositarme en los brazos de la fama y, en concomitancia, depositarme algún dinero en el banco. Ninguno de los dos propósitos se cumplió, en gran parte por la falta de manejo de instrumentos tan modernos (blogs, tuits y feisbucs) por parte de personas tan no tan modernas, por decirlo de algún modo.

Me pasó lo mismo que cuando descubrí las apuestas deportivas. No fue con el prode futbolístico sino turfístico. Me encontraba, no importa porqué, en Caracas, circa 1975, leyendo algún diario (seguramente El Universal pre-Chávez), cuando vi los resultados de los pronósticos deportivos. Se trataba de una especie de lotería en la que, en lugar de acertar números, había que acertar qué caballo iba a ganar determinada carrera. En total eran seis (o cinco, no recuerdo bien). - Pero, ¡esto es una pavada! - me dije. Y dicho y hecho me fui a registrar mis pronósticos mientras iba reflexionando en qué gastaría el dinero del premio, cosa que me permitió definir una lista de amigos (aquellos que recibirían algo), conocidos (los que serían invitados a la cena y baile por los festejos) y todos los demás, a los cuales ni les iba a contar (para que no vengan a pedir).

Ya con mi papelito en el bolsillo esperé, pacientemente, durante seis días. El día séptimo no descansé, fui el primero en entrar al negocio de apuestas deportivas (¡esos estafadores!) y, sin poder creer lo que estaba viendo, vi que no había acertado ni uno de los resultados. Pregunté si eso no tenía premio pero me miraron raro. No sé si por la pregunta o por el acento extranjero (que no lo tengo, pero allá piensan que sí).

Bueno, el asunto es que suelo caer en ciertas credulidades con una frecuencia que, si bien es infrecuente, tiendo a considerarla demasiado frecuente.

Y una de las credulidades que me ha llevado a este registro de fracaso no es nada de lo que he venido exponiendo (sólo a fines didácticos), sino el considerar que contaba con lectores inteligentes, profundos, cultos, maravillosos en suma, por lo menos algunos de ellos. Pues no, nada de eso, y para demostrarlo voy a señalar un hecho, que de hecho es secreto, que fundamenta esta impresión: Hace tiempo hice una concesión para ilustrar el hecho de que hasta las mentes, llamémoslas distintas, tienen su corazoncito, esto es, publiqué una entrada denominada "¡Ah, el amor!", una sosería melosa fruto de un momento de fatiga y de una cierta tendencia a la demagogia, el populismo y el clientelismo baratos (que los hay caros también).

El caso es que todas las demás entradas no reúnen ni la mitad de visitas que esta, demostrando de esta manera que, fundamentalmente, el pensamiento filosófico ha muerto y hoy estamos sumidos en una sopa de impulsos límbicos que nos transforman en unos palurdos. No como antes.

En fin, que dado el fracaso sufrido y ante la imposibilidad de revertirlo y/o disimularlo, voy a abandonar mi habitual estilo soturno y me voy a sumar a la mediocridad ambiente (si no puedes vencerlos date por vencido).

Ya que tanto gustan, y aunque nunca segundas partes fueron buenas, voy a publicar otra entrada sobre temas amorosos que, repito, tanto gustan.

En función de no hacer cambios que comploten contra fórmulas de éxito probado, no voy a dejar de prologar con alguna anécdota al tono.

Anécdota al tono

Iba en el colectivo y cuando llegó a la parada vi a una joven (más joven que yo, por lo menos) que me miraba con ojos tiernos. Me quedé un momento con la boca abierta, miré a un lado y otro y luego hacia atrás, cerré la boca y, finalmente, llegó la señal a corteza y me di cuenta de que me estaba mirando nada menos que a mí. No sé si me gustaba mucho, pero como esta no suele ser una experiencia habitual, decidí bajar. 

Justo cuando voy a descender, se cerraron las puertas y el colectivo se puso en marcha. Toqué el timbre insistentemente pero lo único que obtuve fue una severa reconvención por parte del colectivero, hombre amonestador si los hay.

Cuando logré bajar, después de algún forcejeo con una señora que se me adelantó, partí raudo hacia la parada anterior. Llegué a ella casi sin aliento (al borde del espasmo bronquial), pero ella ya no estaba. Me quedé cavilando acerca de lo que pudo haber sido pero no fue, deleitándome en una autoconmiseración babosa que, afortunadamente, no pasó a mayores

Menos mas que tenía monedas si no iba a tener que caminar...

Espero que les haya gustado la anécdota y esta entrada tenga aunque sea una pequeña parte del éxito clamoroso de la anterior. 

Advertencia

Si bien confío en la sutiliza de los lectores, aunque afirmaciones anteriores lo desmientan, debo declarar, para evitar denuncias ante el INADI, que el siguiente texto puede tener contenido considerado sexista, degradante de la condición femenina y cosas así. Aclaro que en ningún caso fue mi intención y que si hago algún distingo estético para referirme a personas del sexo femenino, es a fines contextuales más que a otra cosa. La literatura no es fácil, requiere de una hermenéutica aguda por parte del lector. Más aún cuando el tema es delicado o conmueve de modo tan masivo.

"El amor vence al déjà vu o me tomó un espíritu

Cada veinte minutos, o media hora como máximo, aparecía. En el colectivo, bajo la ducha, mientras comía un pancho, al despertarme, en cualquier momento, en cualquier lugar. 

Cada veinte minutos, o media hora como máximo, aparecía la extraña y familiar sensación de que esto ya lo había vivido. Me era evidente que viajar en colectivo, comerme un pancho o cualquier otra operación cotidiana ya había sido experimentada en otro momento, no se trataba de situaciones o lugares nuevos, sino de situaciones repetidas y repetidas. La única diferencia radicaba en la poderosa sensación de ya haber estado allí de un modo exactamente idéntico, pero con una sensación distinta, la sensación de ya haberlo vivido. Lo cual me sumía en sensaciones circulares y explicaciones tautológicas.

Finalmente, llegué a acostumbrarme y, casi secretamente, empecé a esperar el momento que inevitablemente llegaba cada veinte minutos, o media hora como máximo. 

Supongo que mi apariencia exterior era normal, o por lo menos nadie mostraba ninguna alarma por algún episodio conductual fuera de contexto. Pero internamente era otra cosa, mi única preocupación era cómo darle mayor extensión al fenómeno, y mi mayor frustración era no poder lograrlo. 

Asi pasaban los días en su rutina prevista, iba a la facultad, me encontraba con algunos amigos, conversaba hasta la madrugada, me negaba a despertame a la mañana, comía algún alimento en la calle, preferentemente de baja calidad y dudosa higiene.

Mientras esto se mantenía por dentro, por fuera mi vida tomaba otros cursos. Surgió la oportunidad de mi primer trabajo remunerado. Se trataba de un empleo administrativo en la oficina de personal de un hospital municipal.

El primer día traté de ubicarme en el nuevo ambiente, así localicé lo más rápidamente que pude en qué lugares del hospital trabajaban las más lindas. Confeccioné un mapa mental que empezaba en la oficina de personal (donde yo trabajaba), seguía por administración, donde trabajaba la secretaria y sobrina del administrador, continuaba en la sala de hemoterapia, el consultorio de psicoterapia (con sus diversas psicólogas recién recibidas) y concluía en la cocina con una mucama que era un pimpollito.

Con casi todas ellas trabé algún tipo de relación que me pusiera en posición favorable para futuros avances. Con una de ellas comencé a salir con frecuencia.

Casi con todas, porque Liliana, la secretaria y sobrina del administrador, ni siquiera notó mi presencia. La desgraciada se cruzaba conmigo en algún pasillo y exprimía su mirada azul-celeste en algún punto impreciso allá adelante. Esta situación no me preocupaba mayormente, pero...

Las sensaciones de déjà vu continuaban presentándose pero ahora había cambiado el ritmo, haciéndose más irregular, la regla de los veinte minutos ya no operaba. Un día aparecía con frecuencia y otros una o dos veces. Por otra parte, ya no me esforzaba o ya no esperaba tanto que se produjera.

La amiga Liliana continuaba con su desinterés calculado o espontáneo y por mi parte no hacía ningún movimiento de acercamiento. Ella nunca me saludaba al llegar ni al irse y yo tampoco a ella. Supongo que por su parte ella también sentiría mi desinterés por cualquier tipo de contacto.

En cierta ocasión, mientras actualizaba fichas de personal, me topé con la de ella. Me quedé unos instantes observando el rectángulo de cartulina en el fichero kardex y luego continué con lo mío. Algo que miraba desde detrás de mis ojos penetró el instante con una atención concentrada.

Mi horario de trabajo se extendía desde las siete de la mañana hasta la una de la tarde, de lunes a sábado. Todos los días al salir caminaba dos cuadras hasta la parada del colectivo 19, allí siempre había una fila de gente esperando, muchos de ellos trabajaban en el hospital. Viajaba una media hora hasta casa y almorzaba alguna comida simple. La tarde pasaba entre ejercicios de análisis matemático, cuentos desopilantes sobre historia económica y social, tazas de café y vasos de ginebra o vodka. La noche se desarrollaba entre las aburridísimas clases en la facultad de ciencias económicas y las entretenidísimas charlas de café con los amigos o alguna salida con mi cuasi novia.

Pero un día la rutina se alteró. Esperaba como siempre el colectivo 19, pero esa vez no lo tomé, el cuerpo no me respondió y las piernas no se movieron. Me quedé parado en la esquina, el colectivo cerró sus puertas y cruzó la avenida y se fue yendo y yendo. Yo seguí allí parado. Algo, detrás de mis ojos tomó las palancas de comando y comencé a caminar como un poseído, la mirada allá adelante, los pasos determinados, una sensación generalizada y silenciosa de todo mi cuerpo y no saber ni preguntar adónde iba. Caminé así unas ocho o diez cuadras hasta que me detuve en la puerta de una casa justo enfrente de una plaza. Con decisión y precisión toqué el timbre, y el sonido que produjo operó como una especie de despertador y volví en mi. Mientras diversas palpitaciones y enrojecimientos faciales se apoderaban de la situación decidí huir lo más rápido que pudiera, pero no tuve tiempo ni reacción suficiente; en el momento en que viraba hacia la derecha se abrió la puerta. Unos ojos azul sorprendido me miraban con la boca abierta formando un círculo ingenuo. Sonó una palabra – pasá - y yo pasé. Una mano me señalo un sillón y yo me senté. Me quedé un tiempo observando atentamente la punta de mis zapatos, descubriendo detalles nuevos e insospechados (de hecho había en uno de ellos una raspadura que ayer no estaba, creo). Por fin, alguien tenía que romper el statu quo, y como yo no lo hacía, ella cortó por lo sano y me preguntó si quería tomar algo, un café o una gaseosa. Calculé que la preparación de un café me daría el tiempo suficiente para desaparecer sin ser visto y luego, cuando nos encontráramos nuevamente, hacerme el desentendido, hasta que en ella la duda creciera hasta tal punto que no supiera bien si las cosas habían sucedido o las había soñado. Vistas así las cosas dije: “un café”.

Cuando casi ya estaba listo para la retirada ella volvió con una bandejita donde humeaba un pocillo de café. Lo tomé, le puse una cucharada y media de azúcar y giré la cuchara por un tiempo bastante prolongado. Cuando ya esta operación estaba entrando en el terreno de lo ridículo, comencé a beber despaciosamente mientras analizaba detalladamente la superficie de la infusión que reflejaba coloraciones de sumo interés.

Todo esto se interrumpió cuando ella preguntó:”¿A que viniste?”. La pregunta era de difícil respuesta. No podía contestar con claridad a qué había ido, pero me resultaba más sencillo, y tal vez ella no notara la diferencia, contestar porqué había ido. No le iba a explicar que había sido poseído por un impulso frío y decidido que había tomado el comando de mi mente y de mis piernas, porque eso podría sonar un poco extraño. Esa parte me la iba a reservar, del mismo modo que no andaba por ahí contándole a la gente que, más allá de los que ellos pudieran suponer, esa situación en la que estábamos yo ya la había vivido exactamente igual. De modo que opté por explicaciones que sin estar alejadas de la verdad, tuvieran además la característica de ser sencillas y aceptables.

Después de varios balbuceos que llegaron a dibujar una sonrisa en su boca, por fin pude articular la frase:”Vine porque me gustás”. Esta expresión tuvo el efecto casi mágico de desatar una serie de acontecimientos que a su vez generaron una serie de consecuencias difíciles de adivinar en ese momento. Ella luego de decir “a mi también”, se abalanzó sobre mí, que no me encontraba muy cómodamente sentado, y empezó a besuquearme de todos los modos posibles.

Momentos después ya estábamos en el piso, ella sin su blusa y yo sin mi zapato izquierdo. Tuve la sensación de que el desarrollo de los acciones me estaba superando, cuando ella pego un brinco y dijo: “¡mi abuela!. -¿Dónde, dónde?- pregunté mientras me incorporaba y buscaba el zapato perdido.

Mi abuela está en la casa – dijo ella, mientras se ponía nuevamente la blusa – vamos a otro lado - y con agilidad desapareció por una puerta.

Yo no sabía si seguirla o esperar, decidí ponerme el zapato encontrado y acomodar mi ropa desprolijamente dispuesta sobre mi cuerpo. Ella volvió enseguida, me tomó de la mano y me sacó a la calle. Caminamos un par de cuadras hasta que ella, sin soltar mi mano entró a un hotel por horas. En ese momento, por la misma puerta por la que entrábamos, salía, con alguien que no alcancé a precisar, la más íntima amiga de la especie de novia que tenía por aquella época. No había modo de esconderse, no había modo de ocultar la cara, no había modo de aducir confusión de persona, porque nos cruzamos a menos de cincuenta centímetros de distancia y ella me miró directa y reprobatoriamente a los ojos. “Acá va a haber quilombo”, me dije.

La casa donde vivía, con mis padres y mi hermana, era muy pequeña. De hecho yo no tenía una habitación propia y dormía en un sofá en el comedor. El cuarto de mis padres tenía una puerta que, en parte, era de vidrio, una puerta antigua con cortinitas  de voile. Por las noches tarde, cuando yo llegaba, tenía que moverme en la oscuridad para no despertarlos, ya que si esto sucedía comenzaban las recriminaciones y reprimendas por la hora.

Esa noche, como en otras, entré en la casa sin encender las luces, y ya al entrar sentí la presencia de alguien que me esperaba en el medio de esa oscuridad. Fui hasta la cocina, abrí la puerta de la heladera y la suave penumbra iluminó lo suficiente como para ver, sentada en el sofá donde yo dormía, a esa-especie-de-novia-que-tenía-por-aquellos-tiempos. “Aca va a haber quilombo”, pensé nuevamente.

Me senté en silencio al lado de ella. Ella me preguntó en un susurro adónde había estado todo el día. Yo le respondí que por ahí. Ella me preguntó qué haciendo qué. Yo le conteste que huevadas y cosas por el estilo.

Nos quedamos nuevamente en silencio cuando de repente se me erizaron todos los pelos y, veloz como el rayo, rápido como un relámpago y otros fenómenos atmosféricos, tomé su brazo justo en el momento en que se dirigía hacia mí haciendo proa con un pequeño estilete. En realidad se trataba de una katana (sable japonés) en miniatura que ella me había regalado en ocasión de mi cumpleaños. Hubo un breve forcejeo, hasta que se lo pude quitar, ella se echó a llorar, no sé si porque no había podido cumplir con su propósito o porque en el forcejeo se había herido un dedo. De cualquier modo su llanto me permitió abrazarla para consolarla y luego de unos instantes ya estábamos en el baño tratando de vendar su herida con algo.

Después de algunos reproches y nuevos llantos, nos tendimos lado a lado en mi incómodo y breve sofá y, sin quitarnos la ropa, nos dormimos. Cuando mi padre me despertó en la madrugada, ella ya no estaba.

Al llegar a mi trabajo me crucé con Liliana, ella me miró seria y me dijo: ”te espero en el bar en media hora”. A la hora señalada acudí a la convocatoria. Allí en una mesa, justo en el medio del bar, estaban las dos conversando animadamente. Por un momento estuve a punto de rebelarme a la confrontación que se me proponía. Yo no tenía porqué sentarme en semejante mesa de negociaciones, no tenía porqué ser interpelado, no tenía porqué tomar ninguna decisión, no tenía porqué nada. De cualquier modo me senté entre las dos con una la mayor actitud de disgusto que podía articular.

Una de ellas tomó la palabra diciendo:”tenés que elegir, no te podés quedar con las dos”. Risueñamente se me ocurrió la posibilidad de proponer la alternativa de quedarme con las dos e incorporar alguna tercera candidata si eventualmente se diera la oportunidad. Pero algo me dijo que "el horno no estaba para bollos".

Las cosas no estaban dispuestas en los mejores términos, de modo que puse en marcha los cálculos que pude. Así razoné: 'De este lado está la nueva y todavía no nos hemos conocido lo suficiente. Con primera hace tiempo que salgo y la tengo bastante enganchada. Me quedo con la nueva y si después me aburro vuelvo a la otra y listo. Pero si me quedo con la anterior, difícilmente la nueva me dé una otra oportunidad'.  ¡Impecable! 

Por lo tanto decidido,  me quedo con Liliana. Y lo dije con voz firme y clara. Me quedó claro, conceptualmente hablando, que era una especie de canallada, sobre todo por el aspecto calculador del asunto, pero no me sentí muy canalla que digamos, los razonamientos me parecieron  irrefutables. La juventud a veces es un poco bárbara en sus usos y costumbres.

Durante el mes siguiente pasamos nuestros días entre revolcones en diversos lugares y situaciones, almuerzos, cenas, salidas, encuentros, etc. Todo era un océano de placer y buena vida, lo que produjo el efecto secundario de hacernos despilfarrar nuestros salarios y todos los ahorros que ella pacientemente había reunido desde que había empezado a ahorrar. Ella era muy ahorrativa. Yo, por mi parte, nunca tuve ahorros y dudo que alguna vaya a tenerlos, lo cual, entre otras cosas me ahorra de despilfarrar ahorros.

Al mes, algún acontecimiento poco claro, nos llevó al rompimiento, y lo que fue amor se transformó en odio intenso, por parte de ella, y en cuando-me-la-sacaré-de-encima, por parte mía. Supongo que me habrá sorprendido en alguna situación equivoca con mi ex novia o algo así, el asunto es que todo terminó de modo tan fulgurante como empezó.

El déjà vu desapareció por un largo período y mi antigua novia, con el tiempo, por un período definitivo.

Lo único que no desapareció con el tiempo es ese extraño sabor, por llamarlo de alguna manera, de que algo detrás de los ojos tome el control de las acciones y lo lleve a uno por dónde se le cante. Y uno esté como si no estuviera."

Adalbert Corintellado

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